Tuvo que ser el bueno de Robert Altman (M.A.S.H., Nashville, Tres mujeres, Short cuts, etc) quien diera una oportunidad al cineasta Alan Rudolph (que hasta entonces había sido su ayudante de dirección y al que Hollywood) para que este hiciera el cine que quería hacer con total libertad. Era mediado de los años 70 y el New Hollywood comenzaba a su ocaso hacía un cine menos radical cuando Rudolph llevo a la gran pantalla Welcome to L.A. (1976). “Demasiado tarde”, dijeron muchos. No les faltaba razón. Su cineasta llegó cuando la mayoría estaban ya de recogida. Lástima.
Es por ello que Rudolph suele quedar relegado de la lista de cineasta que cambiaron (y salvaron) Hollywood por aquella época. Un servidor desconocía su filmografía hasta día de hoy. Y por lo poco que he visto sólo puedo decir que es un nombre cuanto menos a rescatar. Welcome to L.A. fue su tercer largometraje, el primero donde ejerció el control total sobre la cinta gracias al productor que confió en él, nada menos que Robert Altman, otro insobornable que cruzó la década de los ochenta refugiado y oculto del cine que se destilaba por aquella época con más pena que gloria por parte del éxito y el público hasta resurgir a inicios de los noventa.
La película arranca con unos fotogramas de los personajes principales que van a aparecer con sus nombres. Esto ya nos da una idea de las formas que vamos a poder saborear. Inmediatamente comienza el film con una maravillosa Geraldine Chaplin hablando a cámara y a continuación la llegada de un enigmático Keith Carradine petaca en mano llegando a Los Ángeles mientras suena una melancólica canción que nos mete en la atmósfera y de la que ya no podemos escapar.
Lo que sigue es un baile de personajes que deambulan por la ciudad traicionándose, totalmente vacíos, desesperados, huecos y superfluos. Es una película demoledora, triste, amarga, que te cala poco a poco hasta acabar derrotado. Por la pantalla deambulan un joven Harvey Keitel, la mencionada Geraldine Chaplin en el mejor papel que le he visto hasta la fecha, Sissy Spacek haciendo de… Sissy Spacek, la olvidada pero magnética Lauren Hutton (American Gigolo, Paul Schrader, 1980) y un sinfín de actores que tocan el cielo. Que están sencillamente espectaculares.
Una obra coral, de las que le gustaban a su creador o al propio Altman. Una cinta poblada de muertos vivientes que no saben que hacer con su vida. El joven interpretado por Keith Carradine regresa a Los Ángeles después de una estancia de tres años en el Reino Unido. Pronto descubrimos que fue una huida. Lo que se encuentra son unos hombres y mujeres muertos de aburrimiento, una clase social más bien elevada y unos parásitos a su alrededor que presumen de arte y glamour pero que no son más que buitres acechando al poder y la riqueza, incapaces de amarse entre ellos. Nuestra primera reacción puede ser incluso de asco, pero más pronto que tarde acabaremos sintiendo lástima.
Carroll Barber, nuestro protagonista, se largó de la ciudad huyendo de un padre opresivo y del vacío que le rodeaba. Ahora es un compositor de éxito que regresa por temas laborales ante la llamada de una antigua amante, uno de los personajes más patéticos y a la vez tiernos que se recuerden en pantalla. Lo que vislumbramos es la búsqueda de algo que lo llene y pronto verá amargado que todo a su alrededor sigue exactamente como lo dejó. Lo que sigue es una sucesión de personajes de su entorno que se desean sin pasión y se traicionan sin remordimientos (al menos de inicio). Todos acaban conociendo a todos, todos se mienten. Todos tienen un precio.
Entonces aparece el afligido personaje de Geraldine Chaplin, dando vueltas en taxi por la ciudad sin rumbo fijo, y el encuentro entre dos almas que parecen entenderse y desprecian el mundo que les rodea está contado con mucho mimo. Un mundo donde marido y mujer sólo se sinceran por teléfono, cuyo hijo habla más español que inglés porque pasa más tiempo con la criada mexicana que con sus progenitores.
Vamos saltando de escena en escena de tal manera que acabamos desorientados, con un montaje que juega a confundir. Esta manera de navegar por el relato es acertada y apuntalada la idea de desorientación en el que viven los personajes, hombres y mujeres perdidos bajo una falsa sonrisa superficial y que van pasando de cama en cama. Resulta curioso que un protagonista que intenta huir de este mundo sea precisamente la persona que más tiempo pasa entre las sábanas con personas distintas casi por obligación más que por placer. Él mismo acaba resultando como un personaje atrapado en la hipocresía y la red de mentiras que se teje a su alrededor, por mucho que no quiera darse cuenta.
Así pues la estructura bascula entre escenas casi desordenadas y entremezcladas e incluso vueltas atrás y adelante en el tiempo de una escena anterior separadas por momentos musicales protagonizados por un maravilloso Richard Baskin, que ayuda a reforzar un tono de derrota inminente, pero que no cae en lo pasteloso ni en lo tremendista de las miseria.
Y hay miserias para todos. Nadie se salva. En el fondo es bastante grave lo que se cuenta, pero su tono y esa atmósfera entre asfixiante y cutre te distrae de la gravedad del caso. Hay hasta una violación que la víctima no parece darle mayor importancia. Y en fin, hay todo un tratado sobre la infelicidad y la búsqueda de lo fugaz como sustitución de la felicidad tan sencillo como aterrador. En un mundo de sonrisas y mentiras y sexo, todos están podridos por dentro. Y aún así, cuando más bajo nos parece que están los personajes, cuando sólo nos parecen un grupo entre desagradable y molesto pandilla de desgraciados, su cineasta sabe otorgarles una pincelada de compasión.
Una obra maravilla.