Hay un desorden vital, una pérdida de rumbo patente, que pronto se traslada al espectador en Bienvenida a Montparnasse. Léonor Serraille nos traslada a la París actual presentándonos a su protagonista en dos definitorias secuencias: en la primera, mientras intenta que su ex-pareja la deje entrar al que en alguna ocasión fue su hogar compartido, Paula golpea imprudentemente la puerta de la vivienda con todas sus fuerzas (cabeza incluida); inmediatamente después, ya en el hospital, la protagonista se enfrenta a su interlocutor describiendo con nervio y arrojo la situación que le ha devuelto a París, ciudad que dice odiar y motivo por el que huyó de Francia, así como expone su posición en cuanto a los (pocos) vínculos afectivos que sostiene en ese momento. A partir de ahí, cualquier atisbo de relación personal desaparece, y la cineasta debutante —que logró llevarse de Cannes la Cámara de Oro, aquella que atestigua cual fue el mejor debut del certamen— nos sumerge en el periplo de Paula por la capital francesa: sin trabajo, sin ataduras, sin techo bajo el que cobijarse… la temperamental muchacha de pelo rojizo buscará alternativas en un marco ya conocido por el espectador; y es que París emerge como esa ciudad multicultural que ya hemos visto en tantas ocasiones con anterioridad, y lo hace a través de un prisma traslúcido, que no busca emitir un juicio ni mucho menos concebir un tono en sus escenarios —algo establecido mediante sus planos más bien cerrados y una ausencia de música que sólo desaparece en alguna que otra transición—, sino más bien disponer el espacio en que Paula pueda emprender esa búsqueda personal que en ningún momento se explicita a través del texto, más bien se determina por los pasos (a veces en falso) que va dando en esa ciudad cuyo mayor interés parece residir en lo humano, en la correspondencia trazada con otros personajes.
Acompañada por el gato de su ex, Laetitia Dosch se erige como uno de los motores de Bienvenida a Montparnasse. Lenguaraz y algo impulsiva, Paula encuentra en el vivaz rostro de la actriz y en la infinidad de colores que la visten —incluso en su mirada podemos encontrar más de uno— el reflejo perfecto de un retrato que sostiene una gradación inaudita; así, desde la particular desafección que constituyen sus relaciones más cercanas —un ex-novio (o algo así) del que parece huir, y una figura materna cuyos encuentros rezuman una extraña tensión—, al umbral de las que va trazando poco a poco, exponiendo un carácter extrovertido que sin duda compone el ambiente vital y desprendido que viste el film buena parte del tiempo, Serraille logra confeccionar un mosaico que traspasa la pantalla en más de una ocasión y logra empapar al espectador con uno de esos relatos a los que posiblemente nos hayamos enfrentado en no pocas ocasiones, pero que ante todo plasma esa sensación de pérdida con la personalidad necesaria, logrando incluso trasladarla tanto a su esqueleto narrativo como a un propósito que por momentos se difumina a conciencia. Bienvenida a Montparnasse resulta ser una de esas óperas primas que con tesón, y aferradas a una idea que toma cuerpo (y fuerza) gracias a la determinación tanto de Serraille como de Dosch, se elevan por encima de lo percibido, y ante las que sólo cabe una respuesta posible: quedarse a contemplar una huida sin la cual, todo lo demás, ni siquiera tendría sentido.
Larga vida a la nueva carne.