«Si no fuera Bob Dylan,
seguramente también pensaría
que Bob Dylan tiene muchas respuestas»
Bob Dylan
El cine francés ha dado muchas vueltas para llegar a aferrarse a su nombre con el sentido propio adoptado en cada época. La actual es más desgarradora e hiriente que ninguna, los nuevos autores que rozan el significado de malditos son también los que progresan a medio camino entre la crudeza y la realidad, regalando imágenes congeladas que recuerdan holgadamente una lejana escuela. Bertrand Bonello (Niza, 1968) forma parte de ese nuevo estilo, que se derrumba entre placeres y corsés en su decadente última película Casa de tolerancia (L’Apollonide, 2011), a la que no se le permite llegar al público en su semana de estreno, tras pasar por festivales españoles como el Festival Internacional de Gijón y el Festival Internacional de Cinema d’Autor de Barcelona.
Pero Bonello ya lleva un tiempo con la cámara a su merced para expresar los males de cada hombre con su personal estilo. Fue en su segunda película Le pornographe (2001) cuando recibió los primeros reconocimientos con el premio FIPRESCI y la nominación a mejor película en Cannes. También fue con ella como le descubrí, con un director de cine porno que permanece desubicado en la actualidad. La gran preocupación de Bertrand Bonello, la desolación del hombre al no encontrar su lugar. La mirada perdida al sentirse un extraño en su mundo. La descontextualización del ser ante su cuerpo y el de los demás.
La constante.
La cita que inicia este texto es la que también inicia su película De la guerre (2008), duplicando su significado, pues Bonello, antes que cineasta fue músico y el protragonista, un Mathieu Amalric con una exaltada mirada de rana, es un cineasta que siempre quiso cantar como Bob Dylan. Como el personaje de Jean-Pierre Léaud en Le pornographe, Bertrand (que comparte nombre con el creador del film) es un director perdido en busca del entorno perfecto para esa película que no consigue visualizar ni confirmar su verdadero sentido.
Esa búsqueda le lleva a una tienda que comercia con la muerte, un lugar donde venden ataúdes, algo que le atrae lo suficiente como para que, por accidente, pase la noche encerrado y a solas en una de esas cajas. Este hecho le descoloca completamente, descubre otro modo de conocer una vida que ya no disfruta en su plenitud, se replantea la existencia en sí misma y como una mano tendida a lo desconocido, aparece en su día a día Guillaume Depardieu. Mientras repite una y otra vez «no puedo vivir encerrado en una tumba» se convierte en la persona perfecta para dar el siguiente paso, aferrándose a la primera oferta para una huida sin aparentes consecuencias. Es así como llega a El Reino, una organización que confronta la vida en busca de la felicidad, porque ésta es una constante guerra en la que luchar para conseguir descubrirse uno mismo, donde importa el Yo más que la visión de los demás.
El Reino es una casa en mitad del bosque —uno de los escenarios predilectos de Bonello que se convierte en parada obligatoria de casi todas sus películas, al igual que las casas grandes y despejadas que convierte en personajes esenciales en cada una de ellas— donde descansar o “luchar”, con una líder que acoge a todo aquel que necesite presentar batalla contra sus barreras. Una mujer que esconde sus atributos vendando su pecho como un modo de ocultar su verdadera esencia, que se aferra a la lectura del libro que da nombre a la película, De la guerre, escrito entre 1816 y 1830 por Karl von Clausewitz y que Bertrand Bonello define como «un libro de estrategia, de hecho, de filosofía, un libro que cuenta cómo desplazarse en el mundo frente a los demás». Ella es Asia Argento con un complejo acento francés, que entre susurros acompañados de la serenidad de su rostro convencerían a cualquiera del despojo de lo material para sucumbir a la cualidad del ser.
Es el momento de abrazar la naturaleza, y en el proceso de hermanamiento y combate es cuando consigue abstraer al espectador de todo sensacionalismo, el mutismo les acompaña para disfrutar de los sonidos que entran en sus cuerpos, y obliga a contemplar este desarrollo en silencio para ver sus evoluciones. Del renacimiento de los cuerpos a las armas reales, así da forma a la repetitiva guerra, la verdadera pasión humana. Con el llanto se celebra la felicidad, con llanto se consume la desesperación y mientras, Bertrand cree tenerlo todo al fin, pero como cada uno de los personajes de Bonello, su sitio nunca está totalmente localizado y los extremos se tocan en una espiral en la que el cineasta nunca culmina su obra como una vida que, igual que a sí mismo se desvelaba, no se puede conservar encerrada en una caja.
La película, llena de dobles sentidos, remite en mi mente a cada momento a la cinta erótica que nunca consiguió rodar el desolado director de Le pornographe, y veo reflejada a la mujer de camisón blanco corriendo por el bosque perseguida por animales, una caza del zorro a la inversa. Tal vez sea por la presencia de prendas ligeras, de máscaras de animales y tensiones sexuales, o porque juega con sus manías recurriendo a momentos ya vividos como un tormento común.
En un ataque de atrevimiento, utiliza guiños a los mundos decadentes del cine, primero al mostrar imágenes de la película de Cronenberg eXistenZ, cuando no es capaz de dar sentido a lo que sucedió dentro del ataúd, más adelante con la voz de capitán Kurtz hablando del caracol, sí, el hombre sin pelo que entre penumbras se volvía loco en Apocalipse Now.
En esta película Bertrand habla con la voz del Bertrand que le filma para el resto del mundo. No abusa del tono derrotista pese a la impresión que da una vez finalizada, no busca llagas donde anidar, es luminosa y fuerte, pero inevitablemente se consume entre temores conocidos. La rabia de los inconformistas.
Es el sexo, la soledad, el individuo, la evolución hacia lo inesperado. Es la verdadera constante de los seres perdidos que siempre retrata Bertrand Bonello.