La familia, la incomunicación y la consecuente inmersión en esos universos alejados del plano real desde los que asimilar determinados sentimientos son ya una constante en la filmografía de Mamoru Hosoda, una obra que regresaba este año al 2.0, esa realidad alterna desde la que dejar a un lado la particular circunstancia de uno mismo y encontrar un nuevo subterfugio, que ya abordó en 2009 con su tercer largometraje en solitario, una Summer Wars que le valió el premio a Mejor película de animación precisamente en Sitges. La luminosa concepción que habitaba en aquel largometraje, no se puede decir sin embargo que quede asimilada en Belle del mismo modo; y es que pese a un arranque donde la introducción que nos sumerge en U, el espacio virtual que servirá a su protagonista para desarrollar una habilidad que creía perdida desde hace tiempo, asienta con facilidad las bases de ese universo, el cineasta nipón parece interesado en abordar más relatos de los que finalmente podrá abarcar. Así, a la ya citada problemática sobre la incomunicación —en este caso, entre padre e hija—, recogida en una inteligente síntesis a través de una de sus escenas iniciales, se sumarán la particular circunstancia de la protagonista y cómo ese marco virtual fija un plano desde el que recobrar cierto espacio emocional o la coyuntura que provee un anonimato destructivo y las causas que pueden derivar de ello; asuntos que, en suma, suscitan leves reflexiones en el tejido de Belle, pero al fin y al cabo no pasan del mero bosquejo al que las somete Hosoda, más interesado en construir correspondencias superfluas —en un vano intento por reforzar algunas de las ideas del texto— entre sus distintos personajes, que en ahondar en temáticas realmente específicas que podrían dotar al film de mayor calado lejos de sus tentativas dramáticas.
Y es que, en efecto, Belle funciona —casi a modo de reflejo— como tantos otros títulos vinculados a la animación nipona que van llegando con cuentagotas a nuestras salas: el exceso, tanto en esa intensidad emocional que se dibuja en los momentos clave, como en la acumulación de elementos que compongan un mosaico suficientemente epatante —donde cabe destacar, eso sí, un trabajo animado, además de exuberante, de un brillo notable— es un sello inapelable desde el que dotar del barniz necesario a los segmentos clave del film, forzando de ese modo una reacción que, podrá darse o no, pero cuya búsqueda siempre constituye parte de un proceso cuya acumulación termina por ser malentendida en el trabajo de Hosoda que nos ocupa. Así, la construcción de un clímax que se dirime en secuencias muy concretas, parece quedar relegada al amontonamiento de instantes provocados por un último acto cuyo libreto termina queriendo abarcar más de lo necesario, y otorgando respuestas que se antojan poco más que complementarias, deslizando de ese modo una sensación de relleno que advierte un cauce dramático mucho mayor de lo esperado, pero no por ello logra ser capaz de desarrollarlo con la suficiencia necesaria, componiendo así algo más cercano a un batiburrillo que a una progresión estimulante y coherente con lo visto hasta el momento. Un hecho que, en cierto modo, no expone sorpresa alguna: podíamos esperar la resolución de determinados conflictos con la intención de cerrar líneas argumentales —abiertas, todo sea dicho, demasiado alegremente y sin más sentido que revestir el relato de desvíos cuya intención de complementarlo termina resultando baladí— otorgando a cada personaje una direccionalidad; el problema estriba en que ese vaivén termina por dilapidar las pretensiones de un film que, en sus primeros minutos, parecía poseer los suficientes alicientes como para suscitar una tan profunda como incómoda reflexión cuyos matices quedan enterrados por una colección de fuegos de artificio en la cual lo que sí parece imposible es adivinar cuando llegará a su fin un artefacto tan hueco como agotador.
Larga vida a la nueva carne.