Bella y perdida, fábula fantástica imbuida de un genuino amor por los animales, parte, no obstante, de una experiencia real, la del italiano Tommaso Cestrone, pastor que adquirió notoriedad pública cuando decidió custodiar, cuidar y sostener, por sus propios medios y sin financiación externa, el palacio borbónico de Carditello, desprotegido y abandonado por las autoridades del lugar. Esto propició que se le adjudicara el cariñoso apelativo de “el ángel de Carditello”. La empresa llevada a cabo por Cestrone, más allá de su valor cívico y anecdótico, adquiere matices heroicos cuando comprendemos que le valió al susodicho no pocas amenazas por parte de la camorra, que había dispuesto del recinto a su antojo hasta convertirlo prácticamente en un depósito de chatarra. Uno se pregunta hasta qué punto tuvo claro Pietro Marcello, director de la película, el enfoque con el que abordaría este asunto, que, finalmente, ha trascendido “el caso Cestrone” (aunque su figura prevalece como el verdadero motor, y alma, de la función) sin perder de vista la nobleza moral que guió al personaje, fallecido inesperadamente en la víspera de la navidad de 2013 de un ataque al corazón: ¿era un documental que mutó, tras el deceso del pastor, en la heterodoxia que es ahora mismo? Servidor reconoce carecer de las claves necesarias para entender plenamente el contexto social que reflejan algunas de las imágenes de archivo intercaladas a lo largo del metraje (tampoco su autor nos lo pone fácil: las particularidades de la realidad tratada permanecen siempre en un plano un tanto difuso), pero parece evidente que la pretensión final del cineasta es más ambiciosa y universal, a saber, articular un plácido canto de amor a la naturaleza y a los animales que la pueblan, sirviéndose para ello de la figura de un búfalo parlante (o pensante, al menos), de nombre Sarchiapone, que debe realizar un viaje por los campos del sur de Italia en compañía de un pulcinella o polichinela, figura enmascarada propia de la commedia dell’arte y característica de la región napolitana en la que transcurre la película, entre cuyos atributos destaca su naturaleza servicial; haciendo honor a dicha naturaleza, deberá llevar a buen término la misión que le ha encomendado un ya fallecido Cestrone, esto es, acompañar y proteger al búfalo de la muerte segura que encontraría en manos humanas menos benevolentes que las suyas.
Todos los motivos fundamentales están aquí apuntados: la equivalencia entre la sumisión animal a la raza humana y la sumisión del polichinela a los designios de entidades superiores, la denuncia de una humanidad que desprecia la naturaleza y se sirve de ella con fines exclusivamente egoístas, y el tono ligeramente crepuscular con el que Marcello, acudiendo al aliento fabuloso que propulsa la narración, intenta expresar el espíritu de aquellas tierras italianas, así como de los animales que las habitan. Porque los animales (los búfalos en particular, a los que filma con la reverencia y el respeto que ostentarían ciertos animales en algunas religiones y culturas) también poseen alma, según nos confirma el bueno de Sarchiapone en un momento dado. En su empeño por transmitir esta idea (cándida si se quiere, pero noble), el cineasta cae en la literalidad al hacer que la voz en off del búfalo fantasee con un sueño imposible en el que el ser humano ha abandonado en su totalidad la superficie de la Tierra, ahora gobernada únicamente por el reino animal. Esta sensibilidad poética y animalista, que podríamos asociar con la que exhibió (de forma mucho más cruda, bella y terrible Franju en La sangre de las bestias), trae también a la memoria otra extraña película italiana reciente, Le quattro volte, no tanto por el desencanto de su discurso (inexistente en aquella), como por su capacidad para plasmar los ciclos de la naturaleza (y de la vida) atravesando, para ello, realidad y ficción. Marcello hace lo propio pero fuerza más la mixtura: Cestrone, que aparece no queda demasiado claro si como intérprete de su propia vida o como figura supeditada al afán creativo del cineasta, hace valer su actividad en el palacio de Carditello para vehicular una reflexión en torno al abandono de ciertos tesoros y espacios culturales, idea que hermana, exprimiendo la veta fantástica del relato, con la incapacidad general de la especie humana para fraternizar con la animal, sobre la que coloca un yugo particularmente cruel.
El problema de Bella y perdida, no obstante, radica en su incapacidad para convertir todas estas buenas intenciones en un todo armónico, seductor y apasionante. La película, que se mueve habitualmente entre el desconcierto, el tedio y la fascinación puntual ante algunas estampas de belleza serena, cuando no inquietante (el burtoniano árbol de la muerte, con todo su poder expresivo condensado en su tortuoso ramaje), nunca termina de cautivar al espectador con su narrativa algo descompensada y errática, pese a la sencillez de lo contado. Si bien el modo en el que integra lo maravilloso dentro de lo ordinario resulta eficaz (un poco en la línea del cine fantástico de Weerasethakul, salvando las correspondientes distancias), la historia del polichinela que se niega a ser esclavo de los dioses, así como la del búfalo que se deja guiar por él mientras discurre en off sobre lo humano y lo divino, nunca llega a provocar ese desgarro de emoción que, por la propia idiosincrasia de lo narrado y su conexión con el emotivo episodio real de Cestrone, debería provocar. Prevalece, por el contrario, cierta sensación de estancamiento, pareciendo que el viaje de los personajes por la geografía sureña de Campania no se traduce en un viaje interior real; todo es más bien monótono, pese a la liberación del polichinela, y aunque Marcello intente especiar el relato con exhortaciones líricas más o menos afortunadas o con episodios pretéritos algo confusos (¿qué pretendían los enmascarados adentrándose en la gruta subterránea?), el resultado nunca alcanza los niveles de trascendencia, lucidez y belleza a los que, presumo, pretendía acceder su director. En cualquier caso, es una rareza que no conviene despreciar, principalmente porque es cine realizado fuera de la norma, y eso siempre resulta interesante y meritorio, pero también porque bajo su campestre belleza (captada de forma brillante por una dirección de fotografía exquisita) y su anacrónica y singular narrativa, subyace un ejemplo de dignidad moral y un edificante discurso en torno al respeto a la naturaleza, a los animales y a nuestra propia cultura que nunca está de más tener presente, ahora que vivimos tiempos de incertidumbre ecológica que deberían movernos más a la reflexión. Tal vez Marcello, con esta inclasificable película, logre remover un poco nuestra conciencia y darnos un pequeño baño de humildad. Los animales no son nuestros esclavos, o no deberían…