En Belfast, Kenneth Branagh lidia con dos almas. Por un lado, la voluntad de recreación idílica, casi en forma de cuento, de su infancia. Por otro el anhelo continuo de querer poner profundidad, como si más allá de la idealización estuviéramos ante un ‹coming of age› catártico donde las experiencias narradas fueran no solo un paseo por la infancia sino como el primer paso definitorio que explicara quién es él.
En este sentido, los primeros compases del film son claros al respecto del catálogo de intenciones: una panorámica en color de la ciudad actual para pasar al blanco y negro que retrata su pasado. Una elección nada gratuita que pone de manifiesto la voluntad de no buscar una recreación fidedigna sino más bien una suerte de proyección ideal, de realidad elevada por así decirlo.
Lo interesante en este sentido, y que tendrá eco durante ciertas sensaciones a lo largo del metraje, es la ambivalencia que genera dicha elección de imagen. Cierto es que consigue dar el tono que busca, el de un romanticismo nostálgico que rezuma amor por su barrio, por sus padres, sus vecinos y su familia. Pero que, junto a una avalancha de tópicos como el primer amor de niñez, la afición al cine y la consabida sabiduría del abuelo en forma de consejos de vida da toda la impresión de estar ante una impostura, ante el enésimo intento de creación de un producto más interesado en ganar premios que de alcanzar empaque fílmico per se.
Algo que, por cierto, también queda de manifiesto en la voluntad de contextualizar en modo caprichoso. Entendemos que se trata de una obra personal y por tanto las elecciones van función de la experiencia vivida, pero aún así, resulta ciertamente difícil de justificar como adquiere más importancia el visionado de Chitty, Chitty Bang Bang (en una secuencia que parece sacada de Cinema Paradiso) que el conflicto nacional religioso que estaba estallando. Cierto es que hay espacio para ello, pero el tratamiento parece casi reducirse a algo más propio de un conflicto gangsteril a lo Peaky Blinders que a un evento que sacudió la sociedad irlandesa durante décadas de violencia y muerte.
Con estos mimbre pues, podríamos estar ante lo que pareciera un inocuo (falso) biopic, un cuento de hadas filmado a través de una presunta inocencia pero que esconde aviesas intenciones egocéntricas en cuanto a sus intenciones finales. Sin embargo, más allá de lo obvio, resulta paradójico e incluso difícilmente explicable la capacidad de Branagh para conseguir momentos de profunda empatía y ternura. Como sí, de algún modo, Belfast consiguiera ir un paso más allá de su director y cobrara vida propia en forma de documento que consigue captar una cierta profundidad humana.
A veces humorística, a veces tierna y casi siempre bordeando el sentimentalismo en su peor versión, Belfast acaba siendo una obra a la que demasiadas veces se le ven las costuras de sus pretensiones pero que consigue de forma sorprendente, ni que sea a base de una suma de momentos excelentes, dejar poso. Algo que podríamos ejemplificar en su momento Everlasting Love: quizás lo hayamos visto mil veces, quizás pueda rozar lo cursi, pero igualmente permanece de forma imborrable. Sí, Belfast puede que deje más preguntas que respuestas, pero eso ya la hace mucho más interesante que tantas y tantas producciones de su estilo.