La ciencia ficción siempre ha hallado a través del terror una ventana para reflejar el cisma e inquietudes de una sociedad alterada por los distintos cambios —tanto ideológicos como culturales— que ha ido padeciendo con el paso del tiempo. Es a través de esa ventana a un horror en cierto modo sugerente donde títulos como La invasión de los ultracuerpos de Don Siegel han encontrado un reflejo perfecto de ese desasosiego, y la incursión en un miedo desconocido —el que proviene del exterior, de aquello que resulta recóndito para el ser humano— ha servido como vehículo idóneo para exponer todas esas sensaciones.
Tenía que llegar pues el momento en que Kiyoshi Kurosawa, cineasta inquieto como pocos cuyos límites de un cine conocido han ido siendo derrocados con el paso del tiempo, se dirigiese a un espacio perfecto para reflejar el carácter del mismo; y es que si hay un autor contemporáneo concienciado con unas inquietudes y pensamiento que atenazan tanto a sociedad e individuo—reflejado en cintas ineludibles de su filmografía como Kairo o Cure, entre otras—, ese podría ser sin ninguna duda el nipón.
Las claves de un subgénero —el de la invasión alienígena— cuya expresión se ha ido estancando progresivamente —y ante el que pocos cineastas han hallado soluciones para rearmar sus cimientos— encuentran en el prisma del nipón aquello que precisamente se antojaba esencial, y es que el modo de ejecutar esa reformulación que Kurosawa sostiene es fundamental; desde una dirección que elude la tensión buscando un ‹impasse› más dramático e incluso en ocasiones una incisiva comicidad, un tono atenuado por la estructura narrativa, que huye de fomentar momentos climáticos y logra que los personajes preponderen por encima de las constantes del género y una puesta en escena austera, que huye casi siempre de las claves del terror —incluso tras momentos como esa desbocada secuencia inicial con un personaje ensangrentado bajando por el centro de una calle— parapetándose en una búsqueda que Kurosawa transcribe mediante una imagen sutil pero colmada de significado, condicionada por sus personajes y, en especial, por la carga de un discurso que continúa reflexionando acerca de individuo y sociedad.
La reinterpretación realizada por el autor de Creepy no se muestra sólo implícita en lo formal, pues el relato trenzado por Kurosawa propicia a través de su guión una serie de elementos capaces de voltear ese universo ya conocido por el espectador mediante constantes que le otorgan una dimensión distinta. Así, la subversión de sus personajes —o cómo aquí el invasor deja de ser el elemento intrusivo, mientras los altos intereses rechazan ese cuestionamiento entablado—, el (en ocasiones) mordaz cuestionamiento de un lenguaje y la evolución de los personajes que rodean a esos alienígenas tras el escepticismo inicial, complementan una perspectiva que vira en torno a una panorámica más cercana a otros géneros; y es que si bien Before We Vanish continúa bordeando inquietudes afines al subgénero elegido por el nipón, sus mecanismos distan en buena medida del carácter que se les supone a priori, logrando así un escenario más relajado que no parece tensarse ni en las secuencias de mayor incertidumbre, apoyándose para ello en ese sustrato humorístico que no es tal, pero al que el film apunta, cargando las tintas, con una ironía que evidencia en cierto modo sus intenciones.
Before We Vanish sigue así alimentando el ideario de un Kurosawa que, si bien se parapeta mediante dispositivos distintos en el cine de género, demuestra la virtud de un discurso férreo ante el que seguir desplegando un cine que, con sus altibajos, siempre se muestra en cierto modo inconformista y comprometido con un germen que halla en este nuevo trabajo un punto álgido, siendo tanto el tenaz juego de apariencias —en torno al género tratado— como su visión de un universo discordante las vías para armar otra sugestiva obra, cuyos recovecos resulta un placer explorar.
Larga vida a la nueva carne.