Las embestidas fálicas de Ari Aster o hacia un cine de la no escritura
Beau tiene miedo engrasa la maquinaria del cine sin ideas, que no tiene nada que decir ni nada sobre lo que reflexionar más allá de sus pretensiones. No por casualidad pasa a formar parte de un amplio espectro de películas que llevan a pensar sobre un declive de la creatividad, y que también evidencia la extinción de ciertas formas pretéritas del cine y que le daban sentido. Una cosa es que la tecnología progrese y que varíen los métodos comunicativos, pero la ausencia de talento e ingenio se hacen muy palpables, sobre todo cuando un creador no sabe poner a su disposición los elementos del lenguaje. Aster se nutre de muchos otros autores y rescata muchas ideas de puesta en escena, pero se las ofrece a los espectadores como si acabaran de inventarse en ese mismo instante. No aprende de sus referentes, se cree a sí mismo un referente con voz propia.
La suya es una película muy en la línea de Bardo, de Alejandro González Iñárritu, en cuanto a vanidad artística y delirio “felliniano” se refiere. Películas de este estilo piden a gritos que la noción de autoría se borre del todo, con todo lo positivo y negativo que ello implique. Por ejemplo, que un creador manifieste libre y románticamente su mundo interior. Aster piensa que lo hace, además bajo fórmulas cínicas e irónicas que se creen más agudas de lo que son, y lo que en realidad está llevando a cabo es una operación de egolatría manifestada a través de un simplismo fabulador. Sus puntuales cotas de humor absurdo, encarnadas en un Joaquin Phoenix superlativo que aguanta el peso del relato, agilizan el visionado de un film tan enamorado de sí mismo que es incapaz de trascender su propia fórmula estética, o de encadenar con gracia un plano con otro. Su intento de poner en escena el surrealismo trocea el discurso, lo fragmenta hasta convertirlo en un insoportable canto a la masturbación y a las fantasías sexuales del ciudadano masculino blanco americano y de mediana edad. Cada hora pesa más y se convierte en un monumento a la propia mirada egocéntrica del director, incapaz de otorgarle al film complejidad alguna. La larga secuencia en casa de los padres adoptivos pretende ser una sátira del sueño americano y de la clase media alta ‹yankee›, pero el cineasta cae en una dinámica auto-inculpatoria, artificiosa e indulgente. La suya es una labor de reciclaje de clichés, a los que imbuye en una puesta en escena estancada en unos recursos que constantemente va iterando. Uno de ellos consiste en el rostro de Phoenix como catalizador de la acción.
Aster es uno de los cineastas más sobrevalorados de la contemporaneidad, pero ha de ser un auténtico privilegio trabajar con intérpretes como Phoenix, siempre dispuesto a darlo todo y a encarnar las miserias de nuestra sociedad. Su trabajo de contorsionismo corporal, su voz entrecortada y su modo de proyectarse en otros cuerpos prolongan su esfuerzo físico en The Master y Joker. Ello es lo único que suscita un interés en la película, es una inyección de complejidad en medio de una construcción superflua.
Beau tiene miedo, que carece totalmente de ritmo narrativo, pulso e interés dramático, puede resumirse en la búsqueda apenada y tragicómica del calor materno, y se sustenta en un digital nítido y hasta cierto punto anquilosado, muy en la línea de las recientes aportaciones de Alex Garland o Charlie Kaufman. Las ínfulas que desprende esta película aspiran a convertirla en una obra de culto, incomprendida por el espectador actual. Bien cierto es que, leída desde la teoría, la visión podría cambiar y ampliarse. Pero por sí misma, es un producto vacío y mortecino, con el que no obstante puede aprenderse mucho sobre nuestras actuales dinámicas de consumo.