Aunque los mundos y las temáticas estén ciertamente alejadas, hay una conexión en la manera en la que Eliza Hittman filma los cuerpos masculinos y la que nos ofreció en Goat (vista en la anterior edición del Americana) el cineasta Andrew Neel. Aunque ciertamente los propósitos temáticos e incluso genéricos sean distintos, la vinculación de lo masculino con una cierta clase de violencia es palpable. Donde Neel expresaba una pulsión homoerótica proyectada hacia el exterior en forma de (falsa) camaradería y de novatada universitaria, Hittman se recrea en la tensión corporal violenta hacia uno mismo, intentando reprimir el reconocimiento de la propia condición sexual.
Muchas son las películas que han retratado el difícil acto de asunción de la homosexualidad, sobre todo en ambientes temporales o socialmente hostiles pero, ¿qué pasa cuando la propia hostilidad proviene de uno mismo? Cierto es que en Beach Rats el componente ambiental tiene su importancia. No tanto la familia que, a pesar de las dificultades que atraviesa, muestra a una madre con un comportamiento preocupado y comprensivo hacia su hijo, sino más bien poniendo el foco en el concepto “manada”, de jóvenes sin más interés que drogarse, exhibirse y poner de manifiesto un comportamiento heteronormativo donde la masculinidad es sinónimo de fuerza, violencia (exhibida en mayor o menor grado), animalismo.
Todo ello enclavado en un contexto como el de Coney Island, mitificado habitualmente como lugar de encuentro romántico y que aquí ejerce por un lado de contrapunto totémico y por otro de realidad distorsionada desmitificadora. Efectivamente estas ratas de playa pueden parecer, en ciertos momentos, como una mancha en el entorno, pero pronto se configuran como elementos indisolubles de un paisaje en franca decadencia. Por ello Hittman pone la cámara alejándose de la postal turística y se centra en los alrededores suburbiales de un lugar que, no lo olvidemos, ya es un suburbio per se.
Sí, estamos en la periferia de la periferia, un no-lugar recóndito, oscuro donde esconderse es primordial, una nada espacial que sirve de perfecta metáfora para los sentimientos y deseos del protagonista: lo oculto a plena vista, lo público escondiendo en su interior una privacidad que solo es morbosa y repugnante en la imaginación de quien lo esconde. En cierto modo, todo en Beach Rats funciona a base de contrastes, de juegos de espejos donde, como su protagonista, una se exhibe, se reconoce, e incluso se fotografía orgulloso cual narciso pero que, en cambio, no deja de ser un reflejo distorsionado de una verdad que no puede salir más allá de las paredes de la intimidad propia.
Lo reprimido es el motor principal de la causalidad en el film. Una angustia que no tiene que ver tanto como el tradicional ‹angst› juvenil que se presupone, sino con la rabia de sentirse, de ser, en definitiva, diferente y no poder expresarlo abiertamente. El film pues denuncia esta situación de círculo vicioso, de anormalidad hecha constante, de estado de sitio mental donde lo primordial es encajar en el grupo, por encima de cualquier consideración personal. Beach Rats es pues un film sobre el imperio del miedo y su triunfo. Miedo a la familia, a los amigos, a la novia que no puedes complacer, miedo finalmente que triunfa sobre uno mismo haciéndole perder lo más básico, la identidad personal, deshumanizándolo.