Que todo director de cine de terror es, a su vez, un amante incondicional del género, parece algo fuera de toda duda, al menos atendiendo a generalizaciones. No obstante, este amor, forjado con toda seguridad mediante el consumo masivo de cintas de miedo de todo tipo, no garantiza —por si hacía falta aclararlo— haber aprehendido las claves que hacen que este tipo de cine funcione, ni poseer el talento o la imaginación necesarios como para poder contribuir de forma meritoria con algo de creación propia. De este modo, es fácil toparse con películas en las que las referencias a títulos clásicos y/o relevantes son muy perceptibles, pero que carecen del menor interés artístico. No es el caso de Baskin, la poderosa y extraña carta de presentación del turco Can Evrenol, joven cineasta con amplia trayectoria en el terreno del cortometraje que, como mencionábamos antes, no sólo parece haber mamado horas y horas de cine de terror de muy diversa índole, sino que, además, ha sabido asimilar ese background cinéfilo y cinéfago para perfilar una voz, si no propia, sí al menos enormemente sugerente, fundamentada en una sensibilidad macabra que se diría genuina y netamente diabólica. Exprimiendo esa poética con una paciencia inusual, Evrenol desarrolla una pesadilla, mental y circular, en la que se sienten los ecos de la literatura de Clive Barker, el arte de El Bosco, la tétrica inventiva de Keiichiro Toyama (creador de Silent Hill) y el cine de Lucio Fulci o Dario Argento (hay mucha sintonía estética y espiritual entre esta película y clásicos del esoterismo onírico y diabólico como El Más Allá e Inferno).
Sin embargo, el mérito de Evrenol no radica tanto en el remix de referencias como en la forma plástica, densa y poco complaciente con que las integra dentro de un relato quizás algo confuso, pero de innegable poderío escénico. Planteada como un descenso a los infiernos de la mente y del espíritu, Baskin juega a mezclar sueño y realidad, intercalando en la narración presagios, flashbacks y símbolos que invitan a descifrar el enigmático contenido de la película, aproximándose, en el proceso, a un tótem del género como Hellraiser, con la que comparte no sólo la visualización de un infierno interior en el que sufrimiento, iluminación y placer se combinan perturbadoramente, sino la presencia-guía de un líder carismático dispuesto a abrirnos las puertas de la locura. Poco tiene que envidiar, en este sentido, el Baba que interpreta Mehmet Cerrahoglu (de físico ‘difícil’, dejémoslo ahí) a Pinhead, el célebre maestro de los cenobitas: gran parte de la carga malsana de la película procede de su presencia hipnótica y repulsiva. La otra parte del león le pertenece por derecho propia a Evrenol, cuyo imponente dominio de la atmósfera convierte la visión de Baskin en una experiencia a menudo terriblemente fascinante, que dignifica el gore a golpe de talento, cocinando la tensión a fuego lento hasta llegar al encierro en la sala de ceremonias, momento en el que deja que el horror gotee lentamente sobre la retina del espectador.
En última instancia, es probable que la paciencia del respetable se resienta, bien por la ausencia de respuestas más o menos claras a una trama que se diría marcada por un fatalismo tirando a esquivo, bien por la insistencia en la podredumbre física y moral de ese raro purgatorio dominado por el martirio físico y mental, bien por la incapacidad para encajar una narrativa que juega con frecuencia con los desvíos oníricos (de forma, creo, coherente: la atmósfera vagamente irreal no se resquebraja en ningún momento), pudiendo, en fin, despistar o simplemente irritar a un espectador más atraído por modelos narrativos convencionales. En cualquier caso, y pese a sus pequeños defectos, estamos ante una interesante y valiosa incursión en una forma de terror que afronta la visceralidad del gore con la mano —sensible, extrañamente refinada— de alguien que sabe que incluso en el horror más enloquecedor y desnudo puede existir cierta forma de belleza (enfermiza). Lo que el turco hace es, en fin, construir un pequeño círculo del infierno eminentemente barkeriano (con toda su poética neocárnica condensada en esos seres agonizantes y hambrientos) y hacer que lo fotografíe un admirador de Mario Bava, dejando que los colores del inconsciente iluminen el sufrimiento de los lastimosos protagonistas. Un grato paseo por el lado oscuro.