El verdadero fantasma de todo autor es el papel en blanco. La creatividad no fluye espontáneamente, es una de esas grandes mentiras de las que se apropian los hacedores de frases célebres. Es por una etapa vital, una situación personal o un desgaste evolutivo los posibles factores que sumergen a cualquier autor en un mundo lleno de fantasmas. Y todos son blancos, como el lienzo que no son capaces de rellenar. A algunos les funciona el alcohol, a otros una psicosis que les rompa definitivamente para volver a comenzar, pero muchos lo superan hablando precisamente de ese tema. El vacío creativo se convierte por sí mismo en el éxito asegurado, en ese instante vital en el que nos seducen con algo que hemos pasado, donde identificamos al verdadero villano, donde inspiramos un poco de miseria ajena reflejada en la propia.
Y Olivier Assayas sabe de fantasmas, nos habló de ellos en Personal Shopper; Roman Polanski vive perseguido por fantasmas del pasado y obras que sugieren traumas imposibles; Delphine de Vigan lo escupió todo sobre un libro titulado D’après une histoire vraie y a partir de este triángulo, todos nos sentimos seguros frente a la pantalla.
La crisis creativa es un género por sí mismo donde mucho han tenido que decir los hermanos Coen con Barton Fink y el mal de los guionistas, Manuel Martín Cuenca con El autor y la rabia del escritor novel o incluso Aronofski tras Mother! con sus ansias pictóricas. Hay infinidad de autores que han volcado la desidia en imágenes (algunos aprovechando esta negativa experiencia de escritores ajenos) y nos han hecho partícipes de sombras y de luces. Pero precisamente esta aventura por la que muchos han pasado nos somete a un excesivo escrutinio, a una querencia por el modo en que se narra la historia de otros. Es el modo en que las neuras se transforman en situaciones lo que nos conquista o repele, y no tanto esa falta de justificación realística de un proceso meramente mental.
Y aquí es donde Polanski coge las riendas de Basada en hechos reales, que imita las palabras de Delphine tras el filtro del mismo director junto a Assayas. No sabemos encontrar a unos por encima de otros, pero entre los tres reflejan ese drama espiritual, esos fantasmas con nombre exacto sobre dos actrices que se entregan por completo a su papel. La comodidad de Emmanuelle Seigner y la extrañeza de Eva Green se dualiza de un modo dúctil y a la vez severo que las convierte en reflejos de un espejo roto en este relato donde todo es aparente intimidad.
Aquí también hay una Delphine (Seigner) que trata las turbulencias frente a una nueva novela tras un exorbitado éxito demasiado personal, experimentando su propio desgaste a través de un personaje misterioso, Elle (Green) que convertirá un único sentimiento en las dos caras de la moneda.
Polanski parece ya de vuelta de todo, y aunque es de sobra conocida su facilidad para crear atmósferas en interiores y derrotar personajes, es cierto que en el film todo parece algo más burdo, puede que obvio, creando un receptáculo más sencillo y accesible. Pero estas dos mujeres son claras conquistadoras y el existencialismo de autor y personaje siempre es capaz de llenar espacios anteriormente invisibles.
Son los detalles los que marcan las distancias frente a lo mediocre. Desde los cuadernos donde inspirarse decorados en sus portadas con imágenes de Edward Hopper hasta el simple hecho de ver a una mujer de postura perfecta y sonrisa conciliadora con las uñas barnizadas en rojo y un tono igualmente explosivo perfilando sus labios frente a otra desgastada y confusa, a las que aparentemente les une el color de sus cabellos (y la fascinación mutua) lo que nos invita a saber cuál es la verdadera relación que se está creando entre ellas. Y es la creación la que surge, la que muta personajes hasta igualarlos y separarlos de nuevo. Son los habitáculos dependientes donde se mueven los que reproducen su relación. Son los secretos frente al resto los que nos inducen a reflejar en ellas un puzzle que va tomando forma junto a dos personajes que son puro fuego y efervescencia, dos mujeres que se desgastan a un nivel que ni siquiera parece exigirles el guion y que consiguen afianzar una historia más ferviente de Misery que de Repulsión, pero que igualmente engancha hasta cuando atar cabos es lo menos intrigante que nos pueden ofrecer.
Eva Green es la destructora y Emmanuelle Seigner la espiritual en Basado en hechos reales donde se perfila una tormenta interior que va oscilando y degradando esos rojos que las unen físicamente y que revuelven el ideal del escritor frente al papel para convertirlo en un thriller psicológico que aprieta pero no ahoga, que simplemente se disfruta.
A veces el cine nos obliga a olvidar el nombre de la persona que se encuentra tras la filmación, necesitamos evitar la retrospectiva, el conocimiento, desembozar nuestras expectativas para aceptar que mientras más conocemos al autor, más esclavo es de las necesidades que genera. Más de uno afirmará que Basada en hechos reales es una obra muy menor para alguien como Roman Polanski —aunque anecdóticamente parezca autocitarse escenificando las miradas entre ventanas de El quimérico inquilino—, pero puede que hacer un ejercicio en el que uno se plantea la posibilidad de resurgir con un nuevo espíritu, un nuevo concepto creacional, sea una forma de quitar importancia a su nombre y buscar un diálogo interno capaz de satisfacer su propio ego y no de alimentar las ansias ajenas. Como le sucede a Delphine, como nos demuestran sus fantasmas.