Tras la muerte de R.W. Fassbinder el cine alemán entró en un vacío del que tardó varios años en recuperarse, aunque Wim Wenders y Werner Herzog continuasen realizando trabajos para el cine, e irrumpiesen autores como Tom Tykwer o Fatih Akin. La llegada del siglo XXI parece que supuso una renovación en el cine del país teutón, que trajo títulos muy interesantes caracterizados por el tratamiento de temas políticos desde una óptica diferente, como Good Bye, Lenin!, El hundimiento y La vida de los otros. Christian Petzold, el director del filme que nos ocupa y uno de los primeros directores a los que se vinculó en la denominada Escuela de Berlín, parecía más preocupado por otro tipo de temáticas, pero en su último trabajo se ha apuntado al carro político de sus compatriotas con la situación del declive de la República Democrática Alemana como telón de fondo. Debido a la presencia de la STASI en pantalla, resulta inevitable la comparación con La vida de los otros, pese a tener grandes diferencias estéticas, ambas coinciden en su atmósfera asfixiante y son complementarias entre sí: mientras que el filme de Florian Henckel von Donnersmarck reflejaba el control de la Policía Secreta del Estado sobre la obra de los intelectuales en la gran ciudad otorgando gran importancia a la perspectiva del opresor, la cinta de Petzold tiene menos tintes políticos debido a la menor presencia de la STASI, y se centra en la influencia de ésta sobre una aldea apartada.
La narración arranca en verano de 1980 y nos presenta a Barbara, una mujer que había solicitado tiempo atrás un visado de salida para marcharse definitivamente a Occidente con su novio, pero a raíz de esa osadía es excluida de un centro sanitario en Berlín y recluida en un hospital de un lugar perdido de la Alemania del Este, para ejercer su trabajo de médico. Dicho hospital es el lugar perfecto para que los paranoides miembros del servicio secreto de ese peculiar extinto estado controle los movimientos del personal, que se encuentra siempre bajo sospecha, con unos derechos casi tan restringidos como los de las personas que viven en libertad condicional por crímenes más graves. El único de sus allegados que conoce el pasado de Barbara es Andrew, el jefe de planta del hospital adiestrado por la STASI para ayudarles a mantener una estrecha vigilancia sobre la protagonista, aunque parece que no tenga malas intenciones con ella. Este férreo control provoca una opresiva sensación de resignación, apatía y rutina sobre Barbara, que presencia cómo su activismo disidente inicial se ve superado por la implicación emocional provocada por su labor como médico, viéndose en una encrucijada: huir con su novio al ansiado occidente de un modo arriesgado, o permanecer en su trabajo como médico con todas las consecuencias contra su libertad que ello conlleva.
A pesar de que la mayor parte de la trama tenga lugar en el interior del hospital y viviendas lúgubres, la presencia del sol veraniego se hace notar en los exteriores de la variopinta localidad costera con campos sinuosos, que son presentados con los colores nítidos de la costa del Báltico, donde veremos la presencia constante de los medios de transporte de la época: los desplazamientos en los vehículos añejos más típicos de los países del este, además de las bicicletas y los trenes sirven como motor para enfocar la alienación de sus habitantes de un modo reflexivo. También los boicoteados Juegos Olímpicos de Moscú 80 tienen una presencia manifiesta a través de la radio estatal que se enorgullece de sus héroes (hay que recordar que el país de la Erich Honecker dio tanta importancia al deporte que le llevó a elaborar un plan de dopaje sistemático con sus atletas para mostrar al mundo su superioridad en ese campo).
Bárbara es un duro y melancólico retrato que confía en la inteligencia del espectador explorando multitud de temáticas, entre las que destacan la opresión política, la decadencia del socialismo, la depresión provocada por la ausencia de libertad, y la situación de las instituciones médicas. Petzold reconstruye meticulosamente la situación de la Alemania del este en sus últimos coletazos antes de la caída del muro de Berlín que separaba el denominado telón de acero. Es evidente que el director alemán no pone en buen lugar a la RDA, pero hay que agradecer que su exposición sea llevada de un modo sutil, renegando del camino manido del contraste entre la visión opresora de la Alemania del este y la mirada paradisiaca de libertad de Occidente tan comunes en el cine de corte maniqueo, y tenga más interés en profundizar sobre la reacción de los individuos afectados por la falta de libertad y en cómo las relaciones humanas, ya sean personales o amorosas son eclipsadas por esa angustiosa situación, con la presencia del estado siempre apoderándose del ambiente, literalmente o alegóricamente de un modo casi orwelliano y agobiante, que la cámara se encarga de acentuar por su situación y movimiento.
Los acontecimientos se van desarrollando con una disposición tradicional dentro de los preceptos del género de suspense e intriga, con un hilo argumental que se mantiene coherente y conectado en todo momento. Petzold elabora un trabajo sereno y sosegado, colmado constantemente de pequeños matices secundarios que va introduciendo paulatinamente para descubrir el secreto que oculta el recóndito pasado de su protagonista, que permiten que la incertidumbre y el misterio estén casi siempre presentes bajo una óptica psicológica, a través de un ritmo suave y una dirección certera y controlada, apoyada en un naturalismo y minimalismo formal que recuerda estilísticamente al del cine rumano reciente de Mungiu, Puiu y compañía.
Bárbara es otro de esos films con un interés específico en el interior de sus personajes, que dan prioridad a los gestos, miradas, silencios, e incluso a las caladas de un cigarrillo que veremos fumar como un carretero a Barbara durante gran parte del metraje. La protagonista es una mujer enigmática, reservada y hermética por necesidad, poseedora de un evidente rictus de hastío en su rostro, que unidos a su maquillaje ocular tan cargado de rímel repercuten aún más en su misteriosa mirada, ayudando a entrever un drama personal introspectivo muy fuerte que le distancia sobremanera del resto de seres humanos que campan a su alrededor. Pese a su circunspección inicial, la desterrada sufre una evolución y se va abriendo tímidamente bien avanzada la trama con el personaje de Andrew, que se presenta como el elemento emocional que da equilibrio a la narración, quien a pesar de estar relacionado con la ‹Stasi› mantiene una admiración palpable por Barbara. La primera impresión que genera Andrew con su aspecto de persona de bien contrasta con la desconfianza que genera en la protagonista y en el espectador por su estatus colaboracionista. Sin embargo, la fría relación inicial paulatinamente deviene en una especie de romance reprimido y sereno entre ambos muy bien llevado gracias a la química existente entre Nina Hoss y Ronald Zehrfeld. Los 2 actores destacan en su rol, aunque la película crece varios enteros cuando Nina Hoss (musa habitual en el cine de Petzold) está presente en pantalla, siempre de un modo arrebatador.