Baran bo Odar es un cineasta desconocido en nuestras lindes, que esta semana aparece en las carteleras con Silencio de hielo. Poco sabemos de su historia, salvo que nació en 1978 en Olten, Suiza, pero hizo crecer su cine en Alemania, donde desarrolló sus estudios sobre este tema. Es así como vio la luz su primera película Unter der sonne — Under the sun (2006), su proyecto fin de carrera, la película que sentó las bases, ganó algunos premios y le dio pie a llevarnos a este momento, su descubrimiento por vías expertas en las salas de cine.
Siguiendo la estela hacia el pasado encontramos su cortometraje Quietsch (2005), que traducido sonaría a algo así como un chirrido, un título que se anilla a la perfección con su contenido y con el que muestra sus cartas, los roles que toma en sus siguientes trabajos, guiños maximizados de momentos más sutiles que se encontrarán en su cine.
Sintoniza la amplitud de espacio, que es la suficiente para mostrar tres escenarios cortados a la vez. Planos frontales, iluminados, sofisticados por el trabajo con el color. Dotes que nos muestran su pasión confesa por las simetrías, llamando ídolo a Stanley Kubrick, de quien aprendió que centrar los objetos da pie a una imagen hermosa de un modo sutil y ordenado.
En Quietsch, una amplia panorámica parte en tres la pantalla, más grande la imagen en el centro, siendo en realidad una doble división que a su vez queda de nuevo sesgada. Esta estructura separa las acciones en tres dormitorios distintos, en los que se encuentran tres niños de edades similares pero circunstancias diversas, que interactúan con su entorno a un ritmo variado. Cada dimensión de la historia tiene un color llamativo que lo dignifica y lo distingue del resto, pero todos van manejando objetos que combinan con los colores de las otras realidades. Es el comienzo de un ataque musical que unifica los movimientos de todos y les convierte en compinches de una imaginaria plenitud incomprensible.
No es importante una trama, es una secuencia continuada con inicio y fin marcados que discurre a distintas velocidades para emitir un sonido concreto. Un verdadero ejercicio de estilo que recurre al chirrido de su título para combinar una serie de movimientos inconexos y desarraigados entre sí con una doble lectura, ya que admitiría un triple visionado para concebir las distancias entre lo que ocurre en cada dormitorio, que mantiene una autosuficiencia más o menos lineal y lo que se percibe como conjunto, pues la anarquía infantil subraya el estilo kitsch de su escenografía y la concatenación de actos.
Baran bo Odar juega con los límites, domina los tiempos evitando que el caos inicial agote la mente incluyendo ese juego musical que permite relajar al espectador cuando realmente está complicando la imagen al ritmo que los niños con sus sonidos acompañados marcan diametralmente. Genera risa y llanto a un tiempo al saturar las historias individuales con suma rapidez.
El corto invita a pensar que se trata de una preparatoria para sus siguientes películas, una declaración de intenciones que repetirá de un modo más refinado en la posteridad, que los colores, los planos estáticos y abiertos, la luz y las intrigas veladas serán sus continuos toques de autor.