Después de una breve introducción sobre Benarés, ciudad india situada a orillas del río Ganges, en la que se nos dice que se trata de un lugar por donde no transcurre el tiempo, sin más preámbulos una cámara comienza a moverse a lo largo de una orilla. La ciudad, de ambiente nocturno parece inmersa en unos curiosos festejos. La cámara no se detiene, no profundiza, no se acerca. Simplemente registra. Y ofrece su testimonio, conforme a esa máxima de “una imagen vale más que mil palabras”
Así es Banaras me, obra de David Varela. Una obra francamente personal. El director viajó a la India en busca de un redescubrimiento personal y su paso por el país asiático acabó convirtiéndose en una película. En esta, concretamente. Filmado con trazas de documental y pulso firme, Varela muestra suficientes dotes tras la cámara como para hacernos valorar los misterios de esta ciudad atemporal.
No lo tiene muy difícil: allá donde dirija la vista, y la lente, hay inspiración. Los rincones más recónditos de la ciudad ofrecen una perspectiva que nos es familiar y lejana al mismo tiempo. La lírica se sucede, las esquinas a tantos kilómetros transportan a lugares cercanos y tiempos conocidos. Y mientras tanto ningún ruido, salvo el sonido de la propia ciudad (con algún músico callejero que clama en un lenguaje que nos es conocido) perturba ese ejercicio de meditación.
De este modo, podemos observar y ser testigos, fin último del documental, de curiosos ritos que parecen no existir ya en ningún otro lugar, y de fascinantes actividades cotidianas que no se pueden imaginar —presupongo— en ningún otro lugar del mundo. Una vez más, la cámara de Varela, si acaso, acerca algún detalle que en un plano más general puede quedar escondido, pero sin entrar nunca a formar parte de la escena que se desarrolla ante sus ojos.
Pero quizá ese afán de asistir y no mezclarse, esa magia y esa finalidad de Banaras me resultan al mismo tiempo su lado más débil. Al final uno puede ver sin comprender, y la comprensión es parte fundamental del conocimiento y la integración. David Varela enseña imágenes fascinantes, pero su decisión de dejar a un lado los diálogos hace que no acabemos de poder empatizar con su obra.
¿Por qué hacen lo que hacen? ¿En que consisten más exactamente las celebraciones que vemos en pantalla? ¿Se producen frecuentemente o es un acto aislado? ¿Cómo vive la gente esa espiritualidad que manifiesta? Son tan solo algunas de las preguntas que uno puede hacerse durante el visionado del documental. No hay espacio para la ambientación, para los protagonistas.
Quizá Varela quisiera hacernos participes de su propia experiencia al estar en esta remota ciudad. Quizá, simplemente, no tengamos un nivel de profundidad suficientemente hondo para llegar a comprender lo que el director encontró en su búsqueda. O quizá sea simplemente que, si bien las intenciones del film son claras, no consigue hacerlas brillantes.
Por eso, si bien, como ya he dicho lo que muestra resulta al mismo tiempo fascinante y perturbador, lejano y cercano, hipnótico y baladí al mismo tiempo, la falta de un hilo conductor y de un nexo argumental lleva a que pronto perdamos el ritmo. La poesía visual tiene el riesgo de estar anclada en un medio en el que es fácil que el espectador pueda distraer su atención con otras cosas. Ahí está el peligro para Banaras me, en que una obra tan poética y no encuentre a quien dirigir su mensaje.