Estoy enamorado del cine de Masahiro Shinoda. Profundizar en su arte ha supuesto un renacimiento de mi pasión por el cine. Ese séptimo arte que creía ya extinguido y que por tanto jamás volvería a experimentar. Shinoda es un poeta. Un artista del renacimiento que recorrió los caminos de la Nueva Ola del cine japonés con una anarquía y autonomía difícil de localizar en esa generación de cineastas que pusieron patas arriba la forma de hacer películas en Japón. Fue, como ya he comentado en alguna que otra reseña, el más japonés de los autores de esta corriente reformista, dotando a sus obras con un perímetro estrictamente personal que huía de esa contaminación francesa que aspiró la esencia de los integrantes más afamados del movimiento. Cuanto más conozco su trayectoria estoy más convencido que Shinoda es el Kenji Mizoguchi del cine contemporáneo. Y es que su grafía me recuerda sin duda a esa mirada terriblemente fatalista típica de la filosofía oriental narrada con esa parsimonia inherente al teatro kabuki que brotaba de las obras mayores del autor de El intendente Sansho. Pues ambos maestros desviaban el peso de su arte hacia la sensibilidad y un embrujo fatal que castigaba a sus dolientes personajes por haber cometido el pecado de abandonar la placidez de una vida rutinaria para abrazar la pasión y el tormento significado en ese amor imposible frenado por el orden establecido y las tradiciones.
Por ello no he podido resistirme a reseñar la que para mí es una de las películas más bellas, demoledoras y apasionantes que he visto últimamente. Y es que Bajo los cerezos en flor no solo se eleva como una de las más poderosas películas del maestro Shinoda sino que asimismo se trata de uno de esos cuentos góticos orientales que esconden bajo su apariencia displicente una hermosa metáfora sobre los misterios de la vida así como igualmente acerca de esas trampas que el destino y el abandono de la lógica en favor de las irracionales tentaciones establecen en nuestra existencia.
Cuenta la leyenda que cuando los cerezos florecen la gente festeja el advenimiento de la primavera. Pero este hecho no siempre fue así. Porque en el pasado la caída de la hoja de los cerezos era considerada como un acontecimiento espeluznante que conducía a la locura a todo aquel que osara atravesar estos tenebrosos parajes amenazados por una lluvia de flores. Esta leyenda medieval servirá de introducción de una película cuyos primeros planos exhibirán la preciosidad de los montes repletos de risueños ciudadanos contemporáneos celebrando el fin del invierno. La cámara se moverá lentamente a través del agreste paisaje para viajar sin que nos demos cuenta hacia el Japón Feudal gracias a un portentoso flash back diseñado con una poesía suprema por el autor de Flor pálida. Así, la historia pasará a situarse en la provincia de Edo donde observaremos a un misterioso personaje deambular por una selva de cerezos. La soledad del sendero será perturbada por una espeluznante música que aparecerá súbitamente cuando las hojas desnudan las ramas de los árboles provocando la locura en el transeúnte.
Con este impactante arranque, sin duda emparentado con el cine de terror más malsano e inquietante, Shinoda dará muestra de su pericia narrativa haciendo gala de una retórica donde el simbolismo arrebatará todo conato de protagonismo a esa narración clásica basada en la mera sucesión de acontecimientos. Porque tras este preámbulo emergerá la epopeya principal. Así, la cámara del autor de El bosque petrificado se desplazará mediante unos punzantes y alegóricos efectos para aterrizar en una senda donde está teniendo lugar el asalto por parte de un ladrón a una caravana que parece escoltar a una princesa. El sanguinario bandido acabará con la vida del cortejo, pero quedará prendado de la belleza fría de la pálida mujer objeto de custodia a quien tomará como rehén llevándola consigo con dirección a su guarida.
Pero el verdugo se convertirá en una víctima de la fascinante belleza que ha nublado su conciencia, ya que no solo la tendrá que cargar en sus espaldas para atravesar el agreste macizo que alberga el apartado hogar del criminal, sino que esa misma hermosura despojará de juicio la voluntad del malhechor. Así éste matará a sus numerosas esposas por exigencia de su nuevo antojo sexual, dejando únicamente con vida a la más joven que será tomada como esclava personal por la nueva reina. El ladrón colmará los deseos de su dueña asaltando y asesinando las comitivas que ingenuamente cruzan la arboleda. Pero esto no satisfará la codiciosa personalidad de la dama de hielo. De modo que cansada de la vida en la montaña, ésta instará a su amante a trasladarse a la ciudad en donde iniciará una carrera criminal decapitando a todo aquel que entrecruza su camino. Las cabezas conseguidas en su sádico juego criminal harán las delicias de la concubina del asesino quien empleará las mismas como objetos de representación de las hazañas criminales de su cónyuge en una especie de sainete de teatro kabuki ideados por su enfermiza mente.
Shinoda narrará en paralelo la caza del segador de cabezas iniciada por las autoridades de la ciudad con el tedio que la agitada vida urbana induce en el anti-social temperamento del ladrón. Un aburrimiento que únicamente será apaciguado por los encuentros sexuales que le regalará la poseedora de su voluntad. El paso de las estaciones y el ajetreo de la gran ciudad provocarán el descalabro de la pareja de criminales quienes huirán de la urbe con dirección a su antiguo hogar ubicado en el bosque de cerezos. Pero la sabia naturaleza impondrá la justicia poética que los hombres no supieron impartir gracias a un aterrador y escalofriante final donde las hojas desgajadas de los troncos serán las encargadas de sancionar las fechorías de la pareja protagonista.
Bajo los cerezos en flor es una película inclasificable dotada de una belleza exterior inigualable gracias a una hipnótica fotografía que sabe armonizar el halo lúgubre que contiene la historia con el encanto que desprenden los inhóspitos espacios naturales donde se escenifica la fábula. De este modo, magnéticas resultarán no solo las escenas de lluvia de flores ubicadas en los bosques de cerezos que encarnan esa locura desatada en los actores principales, sino que también cautivadoras revierten unas espléndidas secuencias urbanas rodadas por un Shinoda que conquista con su mirada el ambiente y la atmósfera de un Japón feudal narcotizado por la violencia y las tradiciones, gracias a una puesta en escena que bebe directamente del teatro kabuki. Una narrativa ya abrazada por el maestro en otra de sus obras mayores: Doble Suicidio. Al magistral resultado alcanzado ayuda de la misma manera una banda sonora hilada a través de unas melodías achacosas y perturbadoras que sin duda hielan el alma del espectador en las secuencias más terroríficas, así como la atmosférica estampa subliminal granjeada por ese pintor de emociones humanas que adopta el rostro de Masahiro Shinoda.
Pero la belleza que desprende el film en cada uno de sus fotogramas no omite el sombrío perímetro que desprende la historia. Porque esta es una película que muy bien podría catalogarse como un poético kwaidan de sobrios recintos morales teñido con una paleta de colores que mezcla lo grotesco con lo elegante. Así, la femme fatal protagonista adoptará el rostro de un espíritu demoníaco experto en aspirar la energía del indolente ladrón martirizado por su hechizo. Un maleficio que únicamente será derrotado por las fuerzas de la naturaleza en virtud de uno de esos finales absorbentes que quedan marcados en la memoria del espectador.
En este sentido la cinta ofrece una visión muy pesimista del ser humano que será radiografiado como un ente devorado por la obsesión y las tentaciones. Unos señuelos sexuales que acarrearán una infernal penalidad en quien renuncia a la cordura y el sosiego como dogmas de vida. Y es que Bajo los cerezos en flor fue una de esas aproximaciones singulares al universo del cine fantástico y de terror llevadas a cabo por un genio que optó por la poesía como medio de expresión del temperamento humano, filmando pues una de esas películas más extrañas, sutiles y exquisitas de la historia del cine japonés. Porque para insuflar horror en el espectador no es necesario recurrir a las vísceras. Sino que el terror será tanto más profundo y próximo cuando la psicología soterrada domina sin paliativos a las entrañas mostradas en primer plano.
Todo modo de amor al cine.