Bad Butt se abre con la hipnótica imagen de una colegiala dando saltitos, mientras su falda se bambolea arriba y abajo sugiriendo el paraíso. Bueno, lo que finalmente encontramos bajo esa falda no es precisamente el “paraíso”, sino un homenaje expreso y entrañable a la muy mítica Society, cinta de terror biliosa, cazurra y satírica que Brian Yuzna convirtió en pieza clave del fantástico ochentero. Noburo Iguchi ha extirpado cualquier tipo de comentario social de su cortometraje y se ha centrado exclusivamente en el poder icónico y bizarro de ese “culo-cara” con malas pulgas, desarrollando una historia de pasiones fatales que llega a la Nueva carne a través de la chorrada.
La chorrada puede ser, perfectamente, la columna vertebral que sostenga todo su cine. El humor, la violencia y el sexo (las tres constantes más evidentes de su filmografía, con toda seguridad) son expresadas siempre a través de la chorrada. Más allá de lo bajo que pueda llegar a caer en determinados momentos, su honestidad, ausencia de complejos y fidelidad a sí mismo y a sus propias filias (a saber: lesbianismo, colegialas, flatulencias…) resultan siempre encomiables y dignas de aplauso. Porque, independientemente del valor intrínseco que pueda tener tal o cual película, la libertad creativa siempre me ha parecido un don admirable y muchas veces demasiado escaso.
En Bad Butt, que es fundamentalmente una nimiedad calenturienta e idiota, vuelve a percibirse esta libertad que comentamos. Enfocada a un público eminentemente pajillero, Iguchi amplía los límites de su propio universo creativo fusionando de modo perverso (o perversamente bobo) los mundos de Cronenberg y Frank Hennenlotter, mientras afianza su relación de complicidad con la ‹pornstar› Asami, cada vez más camino de convertirse en la versión nipona (hasta físicamente comienza a parecerse) de nuestra querida y recientemente desaparecida Lina Romay, actriz fetiche de Jess Franco.
El precio que tiene que pagar Iguchi es alto: prescindir de cualquier intención de dar miedo al espectador para posibilitar la existencia de un humor que lo contagia todo. No es un humor sofisticado, como hemos dejado claro. De hecho, resulta más inefectivo de lo habitual, incluso dentro de los niveles a los que nos tiene acostumbrados Iguchi (es casi imposible ver una película de este señor sin sentir un poco de vergüenza ajena). No obstante, la mezcla de falditas tableadas y culos voraces es lo suficientemente atractiva como para hacer que hasta la mayor chorrada del mundo (como es el caso) merezca la pena verse… O casi.