El del regreso a casa siempre ha sido uno de esos temas sujetos a todo tipo de miradas y condicionantes, pero aderezado en más de una ocasión por conflictos que no eran sino el modo de devolver las cosas a su cauce, de hacer que todo continuara fluyendo a través, si bien no de una normalidad, cuanto menos de un clima respirable. El primer y último plano de lo nuevo de Šarūnas Bartas parecen negar la mayor en un film que desde sus primeros minutos desliza una percepción de ruptura total, de camino de no retorno, cuando la protagonista regrese al hogar materno sin ni siquiera dirigir la palabra a su madre, y clarificando en la siguiente secuencia, durante una conversación con su padrastro, que hay cicatrices de las que no es fácil evadirse, ni mucho menos encauzar.
El cineasta lituano nos traslada así al seno de una familia desestructurada donde encontraremos tres personajes sobre los que se articulará tanto la narración como una suerte de estado en el que nos veremos sumergidos: una abuela en el lecho de muerte, una madre alcohólica y un padrastro que acosa a la recién llegada. Así, y aunque el personaje (en apariencia) central funciona como eje vertebrador —rara vez la cámara de Bartas nos aleja de ella, e incluso en alguna ocasión teje una escena en montaje paralelo—, son el resto de individuos que pueblan ese microcosmos sobre los que se estructura el relato, y de los que vamos conociendo detalles a medida que avanza el metraje, como esa desatención que la protagonista siente que padeció por parte materna, cuando era su abuela quien cuidaba de ella. De hecho, cuando desaparece de pantalla siempre es para dotar de rasgos o pequeñas puntualizaciones al entorno en que se encaja la acción —como en esa visita del padrastro a un antiguo amorío—.
Dichos apuntes se corresponden a la perfección para dar forma al contexto, que además el autor de Frost apuntala con un rígido aparato formal, reforzado por el uso de un cromatismo apagado en lo que concierne a esa casa desgastada por el paso del tiempo donde conviven (?) sus progenitores: las paredes desconchadas, el uso de tonos entre ocres y grises, la luz entrando tímidamente por las ventanas —si es que las hay— del hogar… todo ello dota de unos matices muy específicos al marco descrito, asentados desde esa planificación donde abundan planos más cerrados que certifican la consecución de una circunstancia opresiva. No requiere, pues, Bartas de secuencias que moldeen ese enrarecido clima, y es que pese a hallarnos frente a un film que no es precisamente sutil —en especial, por cómo explicita a través del diálogo el irrespirable trauma en el que vive instaurado la protagonista en relación a sus lazos afectivos familiares—, tampoco precisa tensar la cuerda ante una descripción lo suficientemente vigorosa.
Con Back to the Family nos hallamos de nuevo ante ese nihilismo que ha recorrido las veces la obra del lituano, aunque para la ocasión transitando un ámbito familiar que sugiere un ambiente mucho más íntimo, si bien en ocasiones todo ese lastre trasciende en espacios que no bordean precisamente dicho aspecto. Como en esa secuencia final, donde además Bartas conjura una especie de exorcismo personal y un tanto tronado en uno de esos momentos que quedan grabados en la memoria pero quizá se sienta disgregado del conjunto, como si ejerciera una extraña ruptura con ese tono dialéctico y algo feroz que se va apoderando poco a poco del relato. No obstante, ello no desarticula las virtudes de una obra medida y ejecutada con intención, que nos muestra a un cineasta que vuelve a preocupaciones más mundanas, profundas, pero con una idea meridianamente clara sobre cómo manejarse incluso cuando un contexto así de indómito sale a la luz.

Larga vida a la nueva carne.