Babygirl (Halina Reijn)

Apuntes para una genealogía del cine burgués contemporáneo

Se puede trazar fácilmente una genealogía de cine de autor contemporáneo de marcado carácter burgués que, se supone, cuestiona el orden de las cosas a través de una serie de gestos estéticos engolados y brutales que, precisamente por su aparente carácter rupturista y radical, terminan siendo “provocadores”. El triángulo de la tristeza, La sustancia y, ahora, Babygirl forman parte de dicha genealogía. La proyección de un discurso —del que sólo existe la fachada, un abigarrado y pomposo telón que oculta su ideología conservadora— que parece criticar al sistema capitalista o al patriarcado funciona como estrategia de despiste: tras una lectura rápida y superficial de sus imágenes, se podría afirmar que, efectivamente, las obras parodian y se burlan de forma mordaz y desacomplejada de los multimillonarios e ‹influencers› o de los grandes ejecutivos de la industria del espectáculo que cosifican a las mujeres y les imponen unos cánones de belleza opresivos. Pero, nada más lejos de la realidad, ninguna de estas películas propone una indagación de verdadero peso; no enseñan nada porque, en primer lugar, la brocha gorda define el pulso y la precisión de su puesta en escena, y porque, en segundo lugar, sus responsables observan el mundo desde sus atalayas de cristal, lo que impide que puedan filmar su tiempo —la actualidad— a contrapelo. No hay en ellas una exposición de los mecanismos de la sociedad, porque Östlund y Fargeat la encuadran colocando la cámara en lo alto de su pirámide, en la terraza de su rascacielos más lujoso; y porque sus personajes no son más que títeres estereotipados a los que ellos, sabios demiurgos, manipulan a su antojo para ilustrar la idea que ejerce de núcleo de sus propuestas: esto es, el estatismo que define las estructuras que sus imágenes pretenden derruir. La provocación es meramente física, emocional: un tapiz de vómitos, sangre y pústulas, eso es todo lo que ofrecen los directores. La polémica no surge de las ideas que subyacen bajo las imágenes, sino de las propias formas de las imágenes; unas formas que nunca llegan a entrar en contacto con la realidad por el maximalismo que las define. El triángulo de la tristeza y La sustancia son obras que apuntan a una diana sensorial y a las que no les importan defender lo que sus cineastas —en las entrevistas promocionales— dicen criticar con tal de provocar las emociones que tanto buscan. Que Fargeat construye «parte del humor de la cinta desde la conversión de los cuerpos no normativos en criaturas de las que reírse» ya lo dijimos aquí hace unos meses; y que Östlund, en el final de la película con la que obtuvo su segunda Palma de Oro, afirma que el egoísmo, la avaricia y el desprecio forman parte de la naturaleza humana y que, por tanto, no hay diferencias entre los de arriba y los de abajo es algo de lo que también se ha hablado mucho.

Con Babygirl sucede algo parecido. La proyección de un discurso concreto —y crítico para con los poderosos— que pronto se desvela inexistente funciona, primero, como ejercicio de catalización promocional, y, después, como decorado que oculta la tramoya de la obra, el verdadero lugar desde el que la cineasta mira el mundo y, por tanto, el material con el que construye sus imágenes. De entrada, la película se presenta como un thriller erótico que pretende subvertir el orden patriarcal utilizando el sexo como detonante. El deseo liberado como elemento destructor del ámbito familiar burgués no es una idea nueva; los poetas surrealistas la convirtieron en uno de los principales pilares de sus libros, y en el cine cristalizó con una fuerza torrencial en Teorema, de Pier Paolo Pasolini, y en Muerte en Venecia, de Luchino Visconti. Babygirl, sin embargo, no es una cinta sobre la liberación de la sexualidad ni sobre la capacidad que esta tiene para convertir en polvo una clase social cuyos códigos morales no toleran disidencias que se alejen de la normatividad o que rompan con su carácter endogámico, sino una sobre la domesticación del deseo, sobre su integración dentro del propio sistema burgués a través de un proceso de parametrización por el que se le concede un espacio acotado —o parcela, como dice el personaje de Kidman— dentro de la estructura patriarcal y capitalista para impedir que, así, suponga un peligro para ella. La protagonista, una ejecutiva de una empresa de robótica, está casada y tiene dos hijas, pero sus veinte años de matrimonio —supuestamente feliz— no la han abocado sino a una frustración sexual que la asfixia cada vez con más fuerza: bajo la pulcra imagen de su vida familiar laten una serie de deseos sexuales reprimidos que sólo convertirá en realidad en compañía de un becario que acaba de entrar en su compañía.

Babygirl es puro fuego de artificio: por un lado, porque mientras parece que aboga por la destrucción de un sistema que enclaustra y condena al ostracismo la sexualidad de las mujeres, lo que verdaderamente hace es reflexionar sobre la posibilidad de incorporar una parte limitada de dicha sexualidad dentro del propio orden que la oprime —véase la secuencia en la que se alternan de forma paralela momentos en los que la protagonista pasa tiempo con su familia con otros en los que está con su amante—; y, por otro, porque mientras Halina Reijn, la directora, parece observar con un distanciamiento crítico la lujosa geografía urbana por la que se mueven los personajes, lo que en realidad hace es desligar feminismo y anticapitalismo filmando esos espacios con verdadera delectación. Sergi Sanchéz se preguntaba después del visionado de la película en festival de Venecia si «¿Ser feminista significa reproducir las estrategias de poder patriarcales del capitalismo en nombre de una sororidad solidaria? ¿O, por el contrario, sería dinamitar estas estrategias, y, por tanto, aniquilar el capitalismo? ¿No es el capitalismo uno de los enemigos más aberrantes del deseo femenino?». El discurso de Babygirl con respecto a esto está muy claro: ser feminista consiste en reproducir las estrategias de poder patriarcales del capitalismo en nombre de una sororidad solidaria. Nada importa que, como le sucede a la protagonista, tanto los deseos sexuales de las mujeres como todos aquellos que se alejan de la normatividad se vean desplazados al silencio y la oscuridad de la habitación de un hotel perdido en mitad de la nada, que sigan cubiertos por el manto del tabú o que sean algo de lo que avergonzarse.

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