Cuando uno ve el trailer de Babycall piensa que ya está todo el pescado vendido, y es que ese es el gran ‹handicap› de una película que carga las tintas en una de esas ramificaciones del thriller con las que tanto gusta juguetear (y el noruego no es excepción) en los últimos años. No obstante, tampoco se puede acusar a Sletaune de no ser consecuente, pues ya venía explorando el género desde su anterior Next Door, que fue amada y odiada a partes iguales, por lo que el gran reto parecía continuar manejándose en un terreno del que cada vez es más complicado sacar partido.
A juzgar por la reacción del público, sin embargo, puede que el cineasta nórdico lo haya conseguido, aunque quizá el precio a pagar haya sido desprenderse de esa denominación de ‹rara avis› que giraba en torno a Next Door para finiquitar un producto mucho más convencional en todos los sentidos, que si bien aprovecha ciertas virtudes que le brinda un conjunto ya de por sí muy manido, tampoco consigue establecer los parámetros para desarrollar un ejercicio de género que parece sentirse demasiado preso de su propia condición.
Aun así, tampoco hay que restarle méritos a una labor que resulta competente la mayoría del tiempo y, pese a acogerse a anclajes más bien rutinarios que quizá llevan de la mano en exceso al espectador, sabe conjugar todos los aspectos de su trabajo en un desarrollo que, inmerso en una constante sensación de ‹déjà vu›, nunca se acomoda en una rutina que habría supuesto su absoluto fracaso y maneja todas las cartas que están a su alcance para dotar de distintas aristas a una cinta que probablemente se sirva de ello para engañar (a medias) al espectador, pero a la que no se puede reprochar demasiado si uno es aficionado a este tipo de singulares pasatiempos.
Sletaune nos introduce en la vida de una mujer que se acogerá a un programa de protección de testigos junto con su hijo para evitar a un padre maltratador. Para no cohibir la libertad del chaval, se verá obligada a comprar un ‹walkie-talkie› para tenerle controlado a cada momento sin tener que compartir cama. Todo parecerá marchar hasta que esos elementos que tan bien le vienen al film del noruego entrarán en acción: unas voces a través del aparato que acechan a su hijo, la aparición de un extraño y solitario personaje, la creciente sensación de que en ese nuevo bloque de edificios nada es lo que parece e incluso la propia inseguridad y poca transparencia de ella llevarán al público a un jugueteo en el que las predicciones quizá resulten menos difíciles de entablar de lo esperado.
Desafortunadamente, la carencia de una verdadera atmósfera o de un ejercicio más tenso de lo mostrado en Babycall llevan al film a una senda que en ese aspecto se muestra infructífera y no desarrolla sus posibilidades, dejando de explotar esa vena de thriller que termina derivando hacia visos más dramáticos que sólo resultan eficientes en una dirección.
Es ahí donde entra el personaje interpretado por Kristoffer Joner que es quien, paradójicamente, acapara toda la atención en ese sentido ofreciendo apuntes acerca de su propio periplo y dejando tras de sí la historia de una madre hospitalizada que, de un extraño modo, funciona incluso mejor que las líneas centrales del relato. No se sabe bien si ello se debe a la buena interpretación de un Joner que, tenga el papel que tenga entre manos, siempre cumple con sobriedad, o a la poca fuerza del entramado principal en el que encontramos a una Noomi Rapace que sostiene suficientemente bien (para lo que es) su personaje.
En definitiva, el drama no trasciende (como digo, a ratos en la historia del personaje masculino), la intriga se pierde en reclamos más bien estériles y su vertiente psicológica tampoco habilita los suficientes elementos como para hacer de Babycall una propuesta recomendable, aunque sí un más que curioso juego que es con lo que se tendrá que quedar el espectador de querer sacarle partido a la propuesta de Sletaune.
Larga vida a la nueva carne.