Laberintos políticos y cuentas de traspaso
El primer largometraje del joven cineasta suizo Andreas Fontana se abre con un surtido de planos que muestran a un enigmático personaje dibujando una sonrisa forzada, y secundado por una melodía disonante. Acto seguido, aparece el título de la película. En unos pocos segundos, Azor nos ha comunicado que lo que se narrará tiene que ver con el manejo de las apariencias en la esfera pública.
Se despliega ante nosotros un thriller político con una envidiable capacidad para el manejo de las texturas y para cocinarse a fuego lento, tomando como punto de partida y eje central la ausencia de un personaje.
Pongámonos en contexto. En plena Dictadura argentina, Yvan De Wiel, un banquero privado de Ginebra, se traslada al país para sustituir a su socio, objeto de los más inquietantes rumores y desaparecido de la noche a la mañana. A lo largo de la película, Yvan irá descubriendo aspectos sobre él que nunca hubiera sospechado, sumergiéndose en un abanico de pistas y contradicciones que parecen no llevar a ninguna parte.
Hasta cierto punto, Azor se asemeja a otros thrillers que han lidiado con asuntos de esta índole, labrando a personajes que brillan por su ausencia y que no obstante son el principal interés. A todo esto, vale mucho la pena referirnos a la forma.
Si El Reino, de Rodrigo Sorogoyen, empleaba la música electrónica como catalizadora del suspense, Azor se decanta por la sobriedad expresiva, rara vez se emplean movimientos de cámara que hagan trastabillar el curso del film. Al guión no se le ven las costuras para imbricar imagen y palabra, en parte por la aureola ilustre que recubre toda la película, que es tan consciente de sus virtudes como de sus misterios. En ese sentido, está más próxima al cine atmosférico de Christian Petzold que al de Costa-Gavras, y apunta más al cerebro que al corazón.
Fontana prescinde de recursos barrocos y de cualquier estrategia sentimental para profundizar en el estudio de personajes, y cada escena se vierte en la siguiente dejando el regusto de que el relato se va ensombreciendo más a cada minuto que pasa, hasta derivar en una escena final bañada en la nocturnidad. El apartado sonoro es un personaje más que marca los puntos de inflexión, como en las intrigas clásicas, y a pesar de que en algún punto la película carece de nervio dramático, el aparataje audiovisual transporta el discurso a buen puerto.
El protagonismo del políglota Fabrizio Rongione, conocido por haber trabajado con Eugène Green o con los hermanos Dardenne, siempre es bienvenido, pues su estampa es inquebrantable pero su mirada siempre parece que encierre secretismos.
Al final, Andreas Fontana se presta a decirnos que toda labor diplomática, bancaria o política lleva grabada a fuego la espesura de un laberinto borgesiano, ciencia de la existencia y dominio de lo irresuelto.