Un joven paracaidista aterriza en una isla desconocida y de inmediato se encuentra con quien será su incansable perseguidor allá donde vaya: una sombra gigante que absorbe la vitalidad de todos los seres a los que ahoga en su oscuridad. Esta es la premisa, bien sencilla, del primer largometraje del letón Gints Zilbalodis. Pero lo que nos propone el joven director y animador no es una aventura al uso, ni es una historia convencional. Away deja de lado toda explicación sobre el contexto y el propósito de los personajes y se centra en la esencialidad de su sinopsis.
De este modo, la relación entre el protagonista y el ente misterioso que le acecha constantemente es una pura lucha por la supervivencia. No sabemos el porqué de la fijación de dicho ente, ni qué es o qué representa. Es un peligro, algo de lo que huir y que justifica que el chico se siga moviendo, también sin rumbo, buscando una salida pero no una meta concreta. Incide en esta interpretación la sensación de que es una narración aislada y contenida, es decir, que no importa ni su pasado ni su futuro, ni siquiera su identidad. No importan las circunstancias del accidente del paracaidista ni de dónde viene, como tampoco importa lo que sucederá una vez la película llega a su fin. El único desvío emocional de la huida constante está en su relación de amistad con un pájaro, quien le acompañará durante gran parte de su viaje.
Narrada además enteramente sin palabras, exceptuando los intertítulos que anuncian el inicio de cada capítulo, con la descripción dada hasta el momento podría parecer una obra de intención minimalista, pero lo que se desarrolla en Away es más bien una aventura contemplativa y trascendental, en la que la potencia de cada escenario y el significado de cada emoción se maximizan, precisamente, por estar construidos sobre la nada. A esto ayuda su ritmo lento y pausado, recreándose en los detalles de una forma bastante característica para tratarse en realidad de una historia de supervivencia, así como su atmósfera de paisajes misteriosos y llamativos y música envolvente.
Con todo, lo más admirable de la cinta no viene de su contenido sino de su producción, pues esta ambiciosa obra de Zilbalodis es un proyecto en solitario, realizado durante tres años y medio sin directrices ni apoyos. Que haya logrado sacarlo adelante es ya un milagro, y que el resultado sea una muy apreciable cinta que abandona convenciones y explora su propia ruta introspectiva subraya aún más el talento emergente del director y animador en este debut precoz (cuando terminó la película apenas contaba 25 años).
Estas circunstancias sin embargo también condicionaron, probablemente, que una obra con un potencial de evocación tan imponente no haya llegado más lejos. Y es que en toda la riqueza conceptual del filme hay poco que llegue a buen puerto en realidad. Escasos son los momentos en los que logra abstraer y crear ese estado introspectivo que busca, conformándose en su mayor parte con una contemplación mecánica y funcional, que crea momentos bonitos pero raramente secuencias memorables. Tampoco ayuda la animación, en particular el feo diseño CGI de los personajes y los movimientos robóticos que se dan de bruces con la propia estética de su mundo. En este punto no es tanto una cuestión de limitaciones técnicas, que tal vez las tuviese, como de estilo. No hay duda de que Zilbalodis tiene muy clara su elección visual, pero a mí personalmente me parece muy deficiente, cuando no horrenda, y en todo caso un punto negativo dentro de una película en la que sentirse parte del entorno es tan importante.
Lo que sucede con Away es, sencillamente, que el mero hecho de que haya llegado hasta este punto es un logro monumental. Es una buena película y sin duda referente futuro de la animación independiente. Lamentablemente, llega sólo hasta donde puede y esto es un terreno satisfactorio pero no cautivador, una curiosidad agradable y anécdota llamativa en la historia del cine animado que nunca se hará un hueco entre mis favoritas del medio.