La adolescencia es quizá una de las etapas más significativas y complejas de nuestro periplo vital. Un recorrido que puede sellar aquello que en un futuro seremos. Un momento donde la falta de entendimiento puede degenerar en algo más que desacuerdo, también en una carencia comunicativa que termine empujando la inquietud, el anhelo de rebeldía a un vacío inconcluso en el que dar pasos propios se antoje poco menos que una quimera.
Sadaf Foroughi debuta con Ava midiendo precisamente esos pasos desde una doble vertiente: la de una madre que reprende y discute todos los actos en los que su hija busca encontrarse, y la de esa hija que, queriendo entablar la indagación de una personalidad en la que reflejarse, no parece atender a otra cosa que no sea la llamada de una adolescencia indómita por naturaleza.
Algo que la cineasta iraní dibuja a la perfección en su secuencia inaugural: mientras Ava se apresura en recoger su violín para acudir a una cita con su mejor amiga, Melody, al tiempo que maldice que su madre no la haya despertado antes, ésta debate con el padre de la protagonista los pormenores de sus clases de música tal como si no habitase su mismo espacio: como haciendo más que prácticamente invisible la aparición de Ava, casi un mero protocolo presencial cuya voz queda relegada a un plano residual.
A partir de ahí, Foroughi expone un conflicto materno-filial donde tanto el patente distanciamiento entre ambos personajes como la incomunicación, que será sugerida en algo más que en sus diálogos (o ausencia de), dan pie a una contienda que encontrará su momento más tenso cuando Ava vea la independencia que cree sostener socavada por una reprimenda por parte de su madre en casa de Melody; sermón que se extenderá, por otro lado, tanto a su amiga como a la madre de esta, derivando ello en un desencuentro que hará mella en su relación con Ava.
Un relato, el perfilado por la cineasta iraní, que se podría desencadenar a través de una gravedad quizá impropia de la época, por más que termine determinando lo que seremos, pero sin embargo adopta en su primera mitad la forma de una especie de comedia dramática cuyo humor soterrado deriva en una de sus principales armas. Y es que el diálogo, uno de los motores principales de Ava, impulsado por una cierta mirada irónica, precisa junto a su magnífico trabajo fotográfico —la forma en como la luminosidad define los espacios y tono resulta sorprendente— el talante de una obra que es más de lo que aparenta ser.
Así, esas líneas de texto que en todo momento concretan el carácter de Ava, se sobreponen a un subtexto en el que hay lecturas más allá del simple retrato de un periplo como la adolescencia: aquello que la moldea es, al fin y al cabo, algo más que las decisiones que tomamos o pretendemos tomar; también la condición del ambiente en que es manejada, o incluso la forma en como situaciones pasadas alteran y manipulan la perspectiva en tanto se reacciona a las mismas.
Es en la base de aquello que percibimos de un modo distinto, como queriendo encontrar razones para que nuestro empeño persista, donde se desata esa distancia de la que hablaba. Un hecho que Foroughi concreta en diálogos afilados y directos, pero del mismo modo en un acertado uso de las formas —el modo en como esos juegos focales despersonalizan o jerarquizan la imagen resulta reveladora— que cobra razón de ser en su evolución.
Ava supone un debut cuya significación no se esconde, pues, en el empleo de unos rasgos de estilo tan definidos como certeros, también lo hace mediante una discursiva que se antoja vital para comprender los lugares donde se desata esa rebelión interior, que no siempre atiende al hecho de encontrarnos ante un trayecto inconformista de por sí. Estamos, en definitiva, ante un retrato tan lúcido como perspicaz que pone en perspectiva la importancia de una etapa medida en no pocas ocasiones por figuras adultas —véase el comportamiento de la maestra de Ava, o esa voluntad protectora y comprensiva con la que el padre intenta mediar con su madre—, pero al fin y al cabo definida a través de un sino que sólo le puede otorgar uno mismo. La contención y represión de estímulos termina mostrándose contraproducente en un marco que únicamente se puede constituir a partir de la mirada propia, y que termina por manifestarse en Ava en un último fotograma tan brillante como revelador.
Larga vida a la nueva carne.