Un último aliento antes de sumergirte en el agua para siempre sin la posibilidad de respirar nunca más. Es el abismo que promete sentir Aurora (Vanishing Waves), un miedo oculto y pasivo ante la opción de introducirte en la mente de otros. Fascinante pero impreciso, sin un precedente al que aferrarse, sensaciones que no controlas, algo así como meter los dedos en una superficie gelatinosa. Contactos inesperados.
Pensando que una propuesta como esta tendría algo más de ciencia en la que basar la ficción nos presentan a un valiente, un demente, el científico que quiere averiguar qué se encuentra en la mente de un paciente en coma. Unos electrodos, monitorización, una balsa de agua donde florar y aquí perdemos todo contacto con el empirismo y la profesionalidad para poco a poco conmutar los estímulos eléctricos en sensaciones.
El abismo y el descontrol se apoderan del viajante que se instala en un mundo al que no fue invitado, decorado con estructuras arquitectónicas ajenas, caóticas y elegantes, una pequeña muestra de lo que ya no puede sentir el ser visitado.
En un ataque libertino se ejemplifica que hacer lo que uno quiera guiado por el poderoso sincontrol es adictivo, sobre todo si tu guía es una hermosa mujer que te alimenta de impulsos ricos en nutrientes y placer sin pedir nada a cambio. Conocer que está prohibido estar ahí, manipular, intervenir, y que nadie más lo sepa por egoísmo o delirios de grandeza, a quién le importan las motivaciones. Sólo esperar con ansia una nueva sesión en la que flotar por una mente extraña para construir una segunda vida en el limbo de los cuerpos desnudos.
Pero el ansia pronto se convierte en desesperación cuando no se compaginan los dos mundos aleatorios en los que vivir, cuando no es suficiente lo que se consigue en cada uno de ellos, cuando las mentiras se agotan y las ensoñaciones se convierten en pesadilla porque no quiere ser más un simple paseante con pequeños derechos y quiere controlar lo que la inconsciencia no sabe superar.
La oscuridad toma impulso en la película y las piezas comienzan a caer. Se trastornan ambas estancias y ninguna es ya cómoda, se diluye el cerebro vivo a modo de enajenación, no complace habitar ninguno de los lados si los fantasmas que pululan en ellos no muestran sus caras.
La investigación de la reversión del coma es una mera excusa para adentrarse en la mente humana y sus trampas, el escenario perfecto para divagar sobre la perversión oculta, lo que realmente habita en las cabezas de los demás y cómo podría afectar en otros conocer lo que ni el portador podría explicar con palabras.
En un intento de succionar el roce irreconocible, se sumerge al hombre, literalmente, en aguas turbulentas sin precedente alguno y nos hablan de temor, fascinación y murmuraciones, saltándose la opción de la ética profesional para dar vida a lo que realmente interesa aquí, inventar un haz de luz que exprese el miedo de quien no sabe salir de un bucle en el que se encuentra encerrado y la intromisión que nos permite observar a los demás como si hubiésemos diseccionado una rana.
Pero en realidad estamos ante una violación de un cuerpo inerte sin nombre, un amor prohibido del que obtenemos respuestas confusas, un exceso que embriaga, pero resulta impreciso, convirtiendo al titiritero en marioneta de su propio proyecto. Los cartuchos se queman en el exterior, cuando el hombre tiene una vida aparente que va perdiendo interés para él y para nosotros, permitiendo que la belleza explote cuando los electrodos son los protagonistas.
Es una película de tacto y cabello, de incursiones vetadas, de vidas inconclusas que sazonan heridas, es un fin sin inocencia, la crueldad usurpadora de la ausencia.