La cinematografía rumana lleva unos años asombrando a propios y extraños con el alto nivel demostrado en festivales de medio mundo. Tanto es así que son muchos los que lo etiquetan ya sin tapujos como “nuevo cine rumano”, mientras los menos entusiastas, que reniegan de esta etiqueta, sí conceden como mínimo que estamos ante un “filón”, como bien lo pudo ser ese otro filón que llegó hace cosa de una década cuando una nueva hornada de cintas argentinas conquistaron la atención de buena parte de la cinefilia mundial.
Para la gente que se encuentra en el primer grupo les resulta fácil defender su posición esgrimiendo que hay una gran cantidad de cintas del país balcánico pensadas y concebidas de una manera parecida, con recursos cinematográficos semejantes o directamente iguales, con temáticas y enfoques similares y un estilo de hacer cine que se ha vuelto reconocible.
Aurora (Cristi Puiu, 2010) es la penúltima obra rumana que llega a nuestro país, después de Si quiero silbar, silbo (Eu cand vreau sa fluier, fluier, Florin Serban, 2010) y antes de la flamante ganadora del festival de Sarajevo de este año y una de las mejores cintas vistas por un servidor en mucho tiempo, Everybody in Our Family (Radu Jude, 2011). Los distribuidores han conseguido algo impensable en esta época de descargas y consumo voraz, un público minoritario que devora una etiqueta (en este caso la de “nuevo cine rumano”) de manera fiel. No es necesario una distribución a gran escala ni copar centenares de salas. Un par de lugares en Madrid y otro tanto de lo mismo en Barcelona y punto. Con suerte, algo más en Sevilla, Bilbao, Zaragoza o Valencia. De otra forma no sería rentable. Y oye, la cosa no debe ir demasiado mal, porque siguen llegando pelis rumanas por medio de unas productoras que no pueden permitirse muchos traspiés.
Aurora llega a España así, sin hacer excesivo ruido y con dos años de retraso, y con el rumor de que su director es uno de esos rumanos raritos tan guays, que dirigió una peli que hizo bastante ruido por los festivales europeos, La muerte del Sr. Lazarescu (2005).
Lo cierto es que a un servidor la anterior película del cineasta Cristi Puiu le pilló totalmente por sorpresa y quedé hipnotizado por esa ‹road movie› de hospital en hospital por las calles de Bucarest que es la cinta, así que había ganas de ver lo que hacía uno de los primeros directores rumanos que asaltaron los festivales de medio mundo, incluyendo Cannes.
Aurora nos presenta a Viorel (interpretado por el propio director), un hombre del que no sabemos nada y apenas se nos va a explicar las motivaciones para sus actos. Todos los datos forman un puzle que sólo resolveremos al final, aunque apenas está garabateado la explicación del porqué. Seguimos a Viorel, pero su director nos niega la entrada en su cabeza y sus pensamientos, más bien lo espiamos como él va espiando a las pocas personas que va encontrando, siempre detrás de una puerta. Viorel respira mucha agresividad y se muestra solitario y silencioso, y esa agresividad se ve siempre agravada cuando hay una mujer cerca. Hay que fijarse en cómo las habla y cómo las trata: como si fueran las culpables de sus males. ¿Y qué males? El espectador tiene vetada esta parte de manera explícita, aunque algo se divisa de la forma en que el drama de muchas familias termina por resultar fatal cuando un hombre como Viorel deja de amar, de sentir o de poder perdonar, justamente todas las sensaciones por las que el protagonista de otra cinta rumana, Everybody in Our Family, sí que pasa.
Seguimos en largos planos a Viorel, que prepara de manera meticulosa sus actos mezclado con una torpeza de novato. Está decidido. Va rotando de lugar en lugar y se acerca la tormenta. Una vez estalla, aún hay tiempo para una densa calma antes de proseguir con la catástrofe. Viorel está fuera de la sociedad, no encaja en ninguno de los escenarios que se nos muestra y jamás se escucha una música que no nos haga pensar que no pega precisamente con el protagonista. Al final se desvela el trabajo de Viorel y nos quedamos extrañados, pues parece un hombre que se mueve entre las sombras y la oscuridad de una vida decadente al que presuponíamos con dificultades para llegar a fin de mes.
Hemos comentado que su relación con las mujeres sería digna de estudio de Freud (que seguramente llegaría a la conclusión de que quería acostarse con su madre y matar a su padre, claro), pero la frialdad que el cineasta nos muestra en el protagonista es la frialdad de alguien que se sabe muerto y enterrado por la sociedad. Tampoco encajan las descripciones que algunos personajes dicen de él y lo que vemos que queda de su persona. Es hacia el final cuando nos enteramos de la angustia y la desgracia que perseguía a ese hombre, y sin embargo ese hombre es un producto de la sociedad contemporánea rumana. Una sociedad enferma sólo puede producir monstruos.
Viorel es un hombre atrapado que decide tomar decisiones drásticas, pero cuya consecución no le lleva a ningún lado y él lo sabe y no le importa. Actúa por algo cercano a la justicia, o al menos a su justicia. Él tiene claras sus motivaciones y cree que puede ser comprendido por personas (no mujeres, habría que explicar, su odio llega a límites insospechados cuando explica la causa de la muerte de cierta víctima), no por instituciones frías con reglas rígidas que no saben lo que es sufrir.
Viorel es un hombre desesperado y en todo momento recuerda cuál es su condición, con cada encuentro con los escasos personajes que pueblan el relato (es al final cuando volviendo la vista atrás, comprendemos tal vez el dolor que le produce ver a la familia que vive encima suyo con sus problemas cotidianos de… familia), con cada mirada y con cada bocanada de aire. No tiene salida.