Escritura automática de crueldad infundada
Es posible que tras leer el título de este nuevo film neozelandés un escalofrío nos recorra la espalda, sensación que viendo el film se repite en diversos instantes. Pero no a causa de lo que a priori puede parecer.
Viajando por la desolada carretera de un valle interminable, la pareja conformada por Alan y Jill detienen su vehículo para preparar un picnic con sus hijos adolescentes, en medio del silencio y la tranquilidad. De forma repentina, cuando van a empezar a comer tranquilamente, dos hombres de aspecto desaliñado aparecen de la nada y les rodean, secuestrándolos bajo amenaza.
Existe una mala tendencia en numerosos thrillers contemporáneos, que confunden el tremendismo con el giro sorpresa de un guión. Claro ejemplo de ello es el detonante inicial de Martyrs, de Pascal Laugier, donde toda una familia es asesinada a sangre fría tras la violenta irrupción de una mujer en el hogar. Lo que quiere ser un impacto sorpresivo termina resultando una quiebra de los tabúes de los géneros, que se desintegran en favor de una experiencia más contundente. Es decir, a su modo, películas de esta índole niegan el suspense y buscan la catarsis.
Para más inri, se espera que el público se recupere del shock para, minutos después, hilar un seguido de razonamientos que ejerzan de complemento a los actos macabros, o en los peores casos de pretexto o justificación.
Así funciona este film, articulado en un guión expositivo y con una autoimposición moralista que suena a refrito —inaceptable el discurso sobre las instituciones infantiles, que rellena líneas de guión por conveniencia—.
Atrapados en la Oscuridad ya parte entonces de un problema de base, y es que se construye sobre un vacío temático disfrazado de ambigüedad ética, sin esquivar las situaciones tipificadas o el cliché. La dirección novel de James Ashcroft no puede remediarlo, aunque como primera aproximación en el terreno del largometraje es una práctica interesante.
Ha creado a dos antagonistas que no van más allá del trazo, sin apenas rasgos diferenciales, pero que no obstante aglutinan un seguido de características que en películas ulteriores puedan desarrollarse con más hondura.
Su debut arranca como una película de carretera, y de hecho nunca muda de piel. Puede recordar, sobre todo la primera hora, a The Hitcher, también por la recurrida utilización de una estación de servicio como espacio de acción, pero se prescinde de cualquier dramatismo verosímil. Con lo que sucede en los primeros compases es imposible que los adultos mantengan la cordura.
Las constantes del género están interiorizadas, pero quieren trascenderse con la ‹New French Extremity› como un claro modelo de influencia. En ese sentido es más incómoda que tensa, más insoportable que trepidante.
El paisaje, sobre todo al principio, es un soporte básico para la ambientación, y el acompañamiento sonoro es disonante, como en el plano de apertura de There Will Be Blood, que indica que hay algo muy perverso que se esconde bajo una superficie. En este caso, los acordes remarcan un peligro que acecha en la montaña, y que tarda poco en personificarse. El apartado fotográfico también se ajusta a las desdibujadas necesidades del relato, intenta ser clarificadora y lo consigue, pero choca con el amateurismo de la puesta en escena, que lastra el avance.
La pregunta que irremediablemente se formula uno al salir es ¿de verdad merece la pena pasarlo mal una hora y media?