Qué tío el Egoyan. Luego de su perturbadora etapa inicial se cascaría la trilogía Exótica (la obra más famosa del director, igual por su fascinante estructura), El Dulce Porvenir (una obra maestra cada vez más vigente en la medida que la tendencia de sacar réditos a cualquier desgracia —ya se haya estado implicado en la misma de forma directa o se aparezca a sotamanta para aprovechar lo sucedido— conoce unos repuntes en la actualidad nunca antes vistos desde la fundación de la Asociación de Víctimas del Terrorismo) y El Viaje De Felicia (una reflexión sobre la bondad e inocencia en el ser humano que contrapone si son cualidades inherentes al género o adquiridas/negadas) en el lapso de cinco años, que tela con eso, pero es que esta su primera película, rodada con tan solo 24 años y 40.000 dólares, puede que sea incluso mejor que cualquiera de las anteriormente citadas. Next Of Kin ya muestra gran parte de sus obsesiones recurrentes en varias de sus etapas, desde la omnipresencia de las video-grabaciones consustancial a la primera al vacío emocional del hijo perdido, vinculada a la segunda; y, además, la idea de base que activa y detona la trama lleva a considerar que Lanthimos y su guionista habitual tuvieron muy presente este film para su esencial Alps ≠ y que Fernandito León de Aranoa la fusiló mal para su vulgar Familia. Animia de Cariño, la excepcional anomalía del cine nacional que fuese esa obra de Carmelo Espinosa, también presenta elementos comunes, pero sigue otra senda diferente a la del armenio.
Next Of Kin es perturbadora en la manera que toda película de la primera remesa de este señor lo es. Un chaval con hastío existencial y cero identidad definida, lo que se dice un tarambana de toda la vida, aprovecha una casualidad que acontece en el visionado de unas grabaciones de terapia familiar para impersonar al hijo perdido de una familia armenia que ha emigrado a Canadá. Un chaval más blanco que una tarta de esmegma, acotamos, haciéndose pasar por alguien que debería tener la tez cetrina que le es propia al gerente de un badulaque. Ambas partes, elemento ajeno y elementos armenios, saben que eso no encaja con la realidad, y no obstante deciden tirar para adelante con ello, con todo el teatro. Se da un simulacro a la Baudrillard en el marco familiar donde cada una de las partes es consciente del papel que en ello ocupa y de que eso es una farsa, un sucedáneo de hogar, una mentira piadosa en el peor de los casos, una actuación sobresaliente en el mejor. Y con esto Egoyan expone una serie de cuestiones sobre la alienación, la identidad, el hastío, la abulia existencial, la célula familiar y las salchipapas que resultan interesantísimas toda vez que perturbadoras de cojones y llevan sin dudarlo un instante a recomendar el visionado inmediato del film y a afirmar que esta ficha va camino de batir todo récord existente sobre la proporción de veces que figura la palabra perturbadora por párrafo jamás escrito. Al margen de esta chorrada, de soslayo Egoyan plantea qué pasaría si la familia no fuese una institución que venga dada —por circunstancias un poco biológicas y sobre todo jurídicas, aunque os parezca del revés en realidad— y que hubiese que apechugar con ella sí o sí hasta el final (salvo excepcionalidades tipo la progerie de Josef Fritzl o todo aquel consanguíneo a pablo Motos, por razones obvias). Qué pasaría si a partir de determinado momento un individuo pudiese elegir la familia de la que formar parte toda vez que dicha célula conviniese aceptar en su seno a quien le viniese en gana sin importar la no correspondencia genética, racial e identitaria. Qué pasaría, en definitiva, si lo de la familia se pudiera aproximar más a una relación de simbiosis que a la que se conoce desde la noche de los tiempos.
Formalmente diríamos que en Next Of Kin es donde Egoyan más fino anduvo hasta la llegada de los encuadres del autobús escolar en medio de la nieve que dio en El Dulce Porvenir. Los planos con monitores de televisión copando un lugar destacado en cuadro mientras al fondo se muestra lo que filman sin esa distorsión suya son puro R.W. Fassbinder en su miniserie El Mundo Conectado, no en vano algo que trataba las teorías de Baudrillard sobre los simulacros desde una fórmula sci-fi procedente de una novela de Daniel Galouye que también diera forma a la infravalorada Nivel 13. Un sentir muy Antonioni sesentas copa las secuencias del portamaletas del aeropuerto, si bien el color y encuadres llevan a pensar en un Alan Clarke fan de los «tracking shots» y en un Krzysztof Kieslowski decaloguiano, siendo curiosamente lo de Atom anterior a ambos monstruos del cine. Por ende, el final con esas fotos recuerda a los montajes de Artavazd Pelechian, compatriota de origen de Egoyan y gran fan de Sonia y Selena, y el humor, raro tirando a esquinado y contrahecho cuando no directamente estrafalario, se agradece en las contadas ocasiones en las que aparece, siendo una de ellas una en la que el protagonista sonríe a cámara mientras su madre ficticia le arrulla cual bebé. Con ese hacerle mimos a un mendrugo de veintipoco años y setenta y tantos kilos se nos hace partícipes a los espectadores del muro que separa la ficción de la misma forma que se le hizo al protagonista grabando las sesiones de terapia. Y ya, de paso, se le dio una idea a Michael Haneke en bandeja para Funny Games. Que esa es otra, todo lo que le adeuda el austríaco al armenio: revisar La Vida En Vídeo y Guiones Ajenos de Egoyan y recordar después El Vídeo De Benny (o su re-enacting ciclado Caché) no hace que esta última se desplome sobre si misma porque esa estructura que es una película no ve depender su equilibrio jamás de dónde tome o robe la inspiración, pero sí que es cierto que lleva a considerar en mucho mayor estima la obra de Atom, especialmente en su olvidadísima etapa inicial. Etapa que era un auténtico bombardeo de ideas sobre la proyección de las identidades a través de la tecnología y que quizá hizo al Armenio (junto al Godard de Numero Deux y su medio compadre el Cronenberg de Videodrome) en sugerir y anticipar esa percepción hiperreal de la imagen autoconsciente de sí misma que es el glitch. Un tema sobre el que Antonio Weinrichter seguro que se ha extendido en mayor profundidad, habida cuenta que es el mayor especialista en Egoyan de España. Porque aquello de Vicente Aranda que atendía al nombre de La Mirada Del Otro mejor olvidarlo si se ha visto o no verlo si se está a tiempo.
≠ Dice Schopenhauer de los actores que «cada noche el actor debe intentar olvidarse de sí mismo y ser alguien completamente distinto». Hasta aquí Next Of Kin. Continúa Arthur sentenciando que «por este sendero se llega directamente a la locura». Ahí está el tramo final de Alps y los últimos meses de Béla Lugosi.