Atlantis comienza con cinco planos en los que la violencia, no explícita pero sí contundente, se apodera de la acción y sienta las bases de lo que será el posterior desarrollo de su trama. En estas escenas se nos insinúa, con calma y una fijación extrema pero delicada del tiempo en el encuadre, algo más que la situación de un soldado ucraniano tras haber combatido en Donbass ya que, mientras Sergiy hace prácticas de tiro con su compañero, calculando el tiempo por ráfaga, se empieza a dibujar el sutil hilo conductor que conecta el día a día del exsoldado.
Sergiy y su compañero trabajan ahora en una fundición que cierra de forma inesperada llevando al joven al suicidio y obligando a Sergiy a encontrar un nuevo trabajo como miembro de los “Tulipanes Negros” —personas que se encargan de buscar y recoger cuerpos de los combatientes caídos y enterrados para llevarlos a la morgue—. En Atlantis, la muerte se abarca como un resultado físico de circunstancias tan aterradoras como silentes, pues en ningún momento vemos un asesinato ni tampoco se da pie a construir una historia en torno a ningún soldado fallecido, más bien todo lo contrario; en las minuciosas observaciones de los forenses, en esos planos fríos e inertes y en la consecución paulatina de secuencias anti vitalistas se encuentra la propuesta radical que ofrece Vasyanovych. Los médicos comentan sobre los cadáveres que ahora están momificados y son casi esqueletos con ropa. Sergiy se debate entre la inmovilidad y el recuerdo figurado del pasado mientras su vida se sucede en una serie de planos fijos y estáticos que recordarían al cine de Roy Andersson si fuesen más “pictóricos”. Lo cierto es que, con el realismo del film y su juego futurista —se puede leer en la sinopsis que Atlantis tiene lugar en un futuro cercano— se recrea un escenario de crítica política muy actual, que integra la cuestión de si estamos ya o no viviendo una distopía. Volviendo a la escena en la que la fundición es clausurada podemos observar cómo el dueño de la fábrica da la noticia a los trabajadores desde la posición amenazadora, poderosa y segura de una pantalla gigante mientras la traductora, a la vista de los hombres atentos y perplejos, hace sus palabras comprensibles. Es preciso resaltar la representación vorazmente sencilla que esta escena hace de algo tan actual como el trabajo manual sustituido por la maquinaria “inteligente” debido a que, en cierto modo, los obreros no pueden hacer nada salvo estar de acuerdo con un ser que ni escucha ni se preocupa por ellos, pues está en otro país y puede ganar más dinero invirtiendo en tecnología. Al final la idea de Progreso, en boca tanto de políticos como empresarios, está costando más pérdidas que beneficios al ser humano en general ya que esa idea utópica que aseguraba que con las máquinas, los hombres podrían dejar de trabajar y vivir a cuerpo de rey, se está dando la vuelta cada vez más. Hoy en día la pobreza y la precariedad laboral aumentan al paso que la tecnología nos aísla del mundo real incluso en países considerados como “desarrollados” y la gran mentira que comenzó con la Revolución Industrial está costando no solo recursos, sino también vidas.
En la primera y penúltima escena de la película se aplica un filtro de visión calorífica a la imagen, quizá para remarcar ese hálito interno que poseen las personas en un interior difícil de apreciar debido a la fría textura que comparten con el entorno. Es otro ejemplo de atomización que acompaña a la imagen y a la trama y se puede entender también como que el interior, el espíritu, es el único y último refugio en tiempos mecánicamente criminales.