Si con El hijo de Saúl, László Nemes otorgaba amplitud a las ideas desarrolladas a nivel formal en su cortometraje With a Little Patience, sumergiéndonos en el epicentro del horror propiciado por el Holocausto nazi, Atardecer no se aleja del estilo visual al que se acogía su debut, indagando nuevamente en una búsqueda que, para la ocasión, nos lleva al Budapest de principios de s. XX.
El rostro de Irisz Leiter, que se nos presenta ya en primer plano desde su secuencia inaugural, será a partir de ese momento el punto de fijación de la cámara del húngaro. Un rostro que, de vuelta a su tierra natal, evocará escenarios pasados —esa sombrerería que perteneció a sus padres, el hogar en el que se crió…— reencontrándose con rasgos familiares y emprendiendo un periplo donde el apellido de su familia traza un cuadro que colinda entre la realidad establecida por los actos de un hermano no reconocido, y una suerte de leyenda negra que se propaga entre sombras y rumores en la bella capital húngara. Esa belleza, concentrada en la luminosidad de la fotografía diurna de Mátyás Erdély —que lleva acompañando a Nemes desde su primer corto, y ha trabajado con cineastas como Kornél Mundruczó en obras de la talla de Johanna o Delta—, choca sin embargo con la mirada a un panorama convulso, donde la hostilidad que parece palparse en el ambiente se traslada con facilidad al particular trayecto realizado por la protagonista. No obstante, y si bien Atardecer busca forjar un retrato a ratos incómodo, no tanto por la sensación que desprende, sino más bien por una narrativa por momentos densa, que se adhiere a ese tratamiento cadencioso pero pegadizo, lo cierto es que huye con destreza de esa decadencia que sin esfuerzo se podría desprender de un período como el representado. La crónica desde la que establece Nemes las vías articulares de esa indagación en torno a un apellido que, a cada paso, parece cobrar un mayor peso, indaga así en un caos latente que no se desprende únicamente de la cantidad de personajes —y, por ende, visiones distintas— con que se encuentra Irisz, también de un aparato formal que huye, por lo general, de reproducir estampas de Budapest, como centralizando su perspectiva en una mirada desde la que aprehender ese singular contexto.
El dispositivo empleado por el cineasta no es tanto, pues, una forma de otorgar continuidad a lo ya expuesto en El hijo de Saúl —de la que podría ser una continuación espiritual, reemplazando el prisma del horror reflejado en el rostro de Géza Röhrig por un halo de misterio que se desprende del recorrido trazado por Irisz Leiter (aunque ese horror también se persone, desde una apariencia distinta)—, más bien resulta la manera de poner el foco sobre un relato que prácticamente sirve como medio para retratar tal momento. Aquello que propone Atardecer en sus, de nuevo, travellings de seguimiento, es más el modo de representar un ‹statu quo› finalmente derrocado, sumergiéndose en ambientes capaces de escenificar la distancia social entre aquellos estratos preponderantes en un escenario sujeto a contrastes —que, además, el húngaro dibuja desde unos entresijos donde nada es lo que parece—, y los individuos en busca de un nuevo orden establecido. Es, de hecho, esa hostilidad que por momentos se persona ante la protagonista, una manera de describir la agitada situación vivida en la capital húngara. Esa realidad, sugerida por Nemes a través de los distintos espacios en los que se mueve Leiter, cobra mayor significación en el contraste entre las escenas diurnas y nocturnas; de la claridad y viveza de unas imágenes que, no siendo así, parecen no encerrar grandes incógnitas —aunque el tema familiar se presente con constancia en la crónica de Irisz—, a un aspecto sombrío y amenazante, que se mueve en ocasiones en un insólito (para con los avatares del relato) tenebrismo.
Nemes es capaz de determinar en ese desorientado trayecto aquello que en El hijo de Saúl se resolvía de una manera frontal, manifiesta. Así, la indeterminación que toman los pasos de la protagonista, más bien sostenidos por el agitado entorno ante el que se encontrará, entre personajes que llegan a ella debido a su linaje, y las cuestiones que surgen alrededor de ese edificio que parece ser el último vestigio de su familia, no son otra cosa que el reflejo fehaciente de una época cuya inestabilidad se traslada con facilidad inusitada a la historia central.
El personaje interpretado por Juli Jakab —que ya aparecía en un pequeño papel en El hijo de Saúl—, y a través de la expresividad que sostienen los planos de Atardecer, alcanza en esta odisea una magnitud distinta, en especial mediante esa inconformidad que choca contra el régimen impuesto, pero que hasta vence al comprender que hay caminos colindantes más allá de todo ello. La representación escénica y visual de Nemes funciona —si bien es cierto que se le puede reprochar su tendencia a un amaneramiento en ocasiones fácilmente salvable— como forma de centralizar el film bajo un punto de vista que adquiere mayor dimensión, y cohesiona con pulso sus engranajes bajo una vertiente genérica cada vez más presente en su cine —y aquí acentuada por su banda sonora—. Una representación que, incluso ante el depurado empleo del sonido, consiguen vencer de tanto en tanto estampas tan certeras como la de su conclusión.
Larga vida a la nueva carne.