Ya con el comienzo de la película, en su primera escena uno no puede evitar pensar en todo el drama que se nos presenta así, de golpe y porrazo. Entonces se da cuenta de que no es nada si lo comparamos con la siguiente escena. Podemos decir que, con este nivel inicial, todo lo que viene después se acerca a la comedia… aunque sólo si mantenemos los estándares generados por Arnaud Desplechin en los primeros 5 minutos. Todo cobra más sentido cuando descubrimos que los dos protagonistas, hermanos, son un escritor y una actriz.
En realidad no, de comedia no hay ni una gota. La diferencia es que es un drama sobre los hermanos de antes (Marion Cotillard y Melvil Poupaud), a pesar de que los verdaderos dramas han sido los anteriores, en esos 5 minutos. Y no es que se nos muestre para que comprendan lo absurdo de su comportamiento, sino que se pretende que empaticemos. No resulta fácil, claro, porque los dos personajes, que sufren mucho y tienen sus motivos para hacerlo, son un poco malas personas. De las que le gritan a todo el mundo, se miran constantemente el ombligo y encima se creen que no hay mayores dramas que los suyos… Todo junto al detalle de un supuesto buen padre de familia que le dice a su hijo en un momento dado de su infancia que a su edad Mozart ya había hecho mil cosas. Vamos, que encima pedantes.
Pero hablemos de cine, porque con estos elementos es innegable que estamos ante una película francesa. Una tragedia (porque drama es un género que no le hace justicia) sobre el dolor y la culpa con una estructura que se mueve entre recuerdos del pasado con otros del presente y momentos en los que los actores rompen la cuarta pared para hablar directamente a la cámara (por suerte ahí sin gritar). La complejidad aumenta con el secretismo respecto al motivo que ha generado el distanciamiento y la enemistad entre los dos protagonistas. Esto, en lugar de generar más interés, consigue el efecto opuesto: acabamos por no interesarnos por los personajes y su dolor, a pesar de ser muy comprensible (dadas las dos primeras escenas comentadas al inicio).
Uno llega a la conclusión, después de todo, de que el secreto de la enemistad familiar no le ha importado ni al director ni a la guionista que firma junto a él la obra (Julie Peyr). Así, la película parece hablarnos de otra idea: la de la capacidad de ciertas personas para destruir a otras incluso desde la distancia y el alejamiento entre ellos, ya sea por un rencor sin mucha base, el amargamiento de la vida o los celos que nos pueden acompañar desde casi recién nacidos. Aunque esto es lo que opino yo. Diría que en general el director quiere dejar a la interpretación de los espectadores las verdaderas razones de la enemistad de los hermanos, pero la dispersión, ambigüedad y melodrama de la historia impide que el acercamiento entre nosotros y la ficción sea tan imposible como parece que vaya a ser entre los protagonistas a lo largo de la película. Si a esto sumamos la presencia de personajes secundarios cuyo valor es en su mayoría escaso, lo que queda es una película de casi dos horas sin mucha más chicha que las lágrimas de unos actores que, por más que se esfuerzan, ni siquiera su presencia nos hace el trago más llevadero. El histrionismo de determinados momentos, sus reacciones y el trato que le dan a la gente, en general, los hace un poco insoportables. Eso no tiene por qué ser malo, porque en el cine no siempre tenemos que ver a personas que nos caigan bien, pero es que cuando ni siquiera se caen bien entre ellos, difícilmente pueden generar interés o cierto encanto.