Ver una película de Sadrac González-Perellón es una apuesta segura. Y más después de su ópera prima, Black Hollow Cage. Sabemos que asistiremos a una obra disfuncional, arriesgada, que ocupa voluntariamente los márgenes de lo convencional para subvertir temáticas ‹mainstream› y convertirlos en algo único. Lo que vendría a ser un cine, quizás no tanto de autor, aunque sí de marca autoral registrada. Pero, más allá del resultado final, Asombrosa Elisa invita por su propio carácter a una serie de reflexiones al respecto del estado de cierta cinematografía.
Y es que resulta significativo ver cómo uno de los principales problemas del mainstream como es el de la generación de películas plantilla, de cero riesgo, dividendos inmediatos y olvido casi instantáneo está encontrando su eco en el cine más independiente o de firma, sí así se prefiere. Cuando esto sucede con una película de un cineasta tan ‹outsider› (o así lo parece) como Sadrac uno se pregunta si no estamos ante un film paradigma (ni que sea involuntariamente) de una decadencia cinematográfica imparable.
Y es que es innegable que no estamos ante un Marvel, un original de Netflix o una secuela en piloto automático y que Sadrac quiere filmar algo personal alrededor del mundo de los superhéroes, la familia y la cotidianidad. Un producto que, sin embargo, parece desmentir cualquier atisbo de personalidad propia una vez visionado. Su debut, Black Hollow Cage, podrá gustar más o menos, pero su idea del género, mezclando ‹home invasion› con paradojas temporales desde una óptica casi surrealista mostraba las ganas de aportar algo diferente, de posicionamiento, de mirada más allá de la convención.
Todos estos riesgos, este sentido de la aventura y falta de miedo de caer en el ridículo desaparecen en su nuevo film. Una producción que, siendo más madura, está falsamente bajo la correa del control, de una planificación tal que se siente acartonada, sujeta a parámetros estrictos y por tanto sin la naturalidad necesaria para impactar. Pero, por si esto fuera poco, su propuesta visual y su mecanismo de diálogo no deja de ser deudora del primer Carlos Vermut. Efectivamente Magical Girl, pero sobre todo Diamond Flash, sobrevuelan constantemente la obra, reduciendo por completo el impacto de ese naturalismo del ‹shock› que tan bien funcionaba en los obras mencionadas.
Y esto es a lo que nos lleva lo que podríamos denominar el “sadracazo”. A una obra que no nos enfrenta a nada porque ni tan siquiera se cuestiona a si misma en forma de meta-reflexión. Al final se nota admiración por un autor, cierto, cosa que desde luego no es reprochable. Pero una cosa es la admiración y otra la reproducción desangelada de una estética que, por otra parte, está más que superada. Puede que estemos ante otro film que mereciera el calificativo de “horripilancia” maestra pero, por desgracia, más bien estamos ante una versión más acomodaticia de algo que se vende como arriesgado. Un nadar y guardar la ropa que no conduce más que a una legítima preocupación hacia la deriva mecánica que la cinematografía, ahora ya sí, en general, está sufriendo.