No deja de ser cuando menos curioso que un film como Ascension, que se aleja tanto en forma como en el propio género, pueda llegar a tejer vínculos con The Novice (también vista en el Americana). El factor clave en ambas es la alienación o como el hipercapitalismo genera monstruos. Algunos de tonos pesadillescos, otros, como el que retrata este documental de Jessica Kingdon, con un despliegue colorista que podría ser la representación precisa de como sería un espectáculo de fuegos artificiales en el infierno.
Una comparación que, en realidad, no dista mucho de la realidad en cuanto al efecto buscado por la directora. Es cierto, Ascension es una obra hipnótica. No importa cuan repulsivo o chocante pueda ser lo mostrado cuando uno no puede apartar la mirada de unas imágenes más propias de una distopía salvaje que de un muestrario de la realidad. Es quizás por eso que la cinta funciona en tanto que muestra una realidad que nuestra mente se empeña en no creer como tal pero que no tiene más remedio que aceptar con un profundo malestar.
Un film que prescinde de cualquier narración en off, ni de entrevistas aclaratorias. Todo está fiado al poder de la imagen y de la narración interna que los propios involucrados desarrollan. Nada se escapa en este viaje. Trabajos precarios (dentro de lo precario), sexualización, lujos impostados, formaciones con estética militar, hiperconsumo vía ‹influencer›, simposios de autoyuda o parques de atracciones convertidos en maquinaria de consumo. Todo ello como pequeñas piezas de la maquinaria capitalista desarrollada en China. Unas imágenes curiosas en tanto que podrían funcionar como ejemplo propagandístico de desarrollo, de pleno empleo y, al mismo tiempo, generan esta sensación de deshumanización absoluta, de ser objetos hechos para consumir.
En este sentido no deja de ser trascendente el hecho de que, a pesar de ser imágenes en crudo, sin más montaje narrativo que el ir saltando de una situación a otra, todo parece tan homogéneo, tan continuista, que todo podría ser intercambiable. La ‹influencer› podría trabajar en una fábrica, el ‹sommelier› fabricando muñecas sexuales, y estas cada vez se parecen más a los rictus y estética que profieren los cursos de educación en autoestima.
Esta es la nueva China, nos dicen y nos muestran. Pero mientras asistimos a esa división de clases (en un país teóricamente comunista, no lo olvidemos), de privilegios y servidumbre, de lucha titánica por la supervivencia en unas condiciones de trabajo salvajes, escuchamos a sus protagonistas, sean de la clase que sean, cantar las excelencias de este nuevo mundo, de este sueño de una nueva China con ambiciones de preponderancia mundial.
Ascension es este conjunto de contradicciones. El retrato de un monstruo que te susurra que estás viviendo un sueño, mientras te deslizas en una pesadilla inagotable de ruido atronador, de exigencia inagotable, de consumo perenne, de luces estridentes y un mensaje que te pide el máximo con una sonrisa de plástico. Sí, Ascension es el retrato de un mundo, de una sociedad que se impone. Un rictus desasosegante con disfraz de purpurina.