El verdadero espectáculo pirotécnico empieza cuando conocemos a Xan. Habla (o más bien brama) con sus colegas desde la mesa de un bar, de forma autoritaria. Expone la tesis de su discurso con agresividad, insistente, rebatiendo argumentos a cualquiera que le contradiga, ganando las discusiones más por desgaste que por convencer (casi se trata de un monólogo). A pesar del aire amical que pretende transmitir con sus chistes obscenos, puede percibirse, entre los que escuchan, cierto miedo a rebatirle. Por supuesto, esta genial introducción debe parte del éxito a la elección de Luís Zahera como protagonista de la misma, igual que a la brillantez de los diálogos y al resto de interpretaciones. Pero es el pulso de Sorogoyen el que termina de hipnotizarnos. El hecho de oír las palabras antes de ver quien las pronuncia, la cuidadosa exposición de encuadres desencajados, la larga duración de alguno de ellos, el tempo del montaje… lenguaje cinematográfico.
Finalizado el discurso, un brevísimo intercambio de palabras entre Xan y Antoine (un corpulento francés de clase acomodada con el que Xan pasa del gallego al español) instaura el verdadero argumento de la película. Este acontecimiento, de apenas unos segundos, cambia todo el rumbo: ahora estamos ante una secuencia de confrontación, digna de la envidia de cualquier western. Pero incluso antes del giro, ya cada segundo en ella resulta interesante. Así es como Sorogoyen nos obsequia con la maravillosa sensación de estar disfrutando de la película nada más empezarla, en un primer acto que mantiene el equilibrio adecuado entre naturalidad y manierismo. Casi todo el trabajo está formado por bloques como este. Paso a paso, el director y su coguionista Isabel Peña mantienen vivo el interés. Y resulta sorprendente la sensación de causalidad que logran transmitir teniendo en cuenta la gravedad de lo expuesto y lo impactante de las secuencias. Son autores que saben construir una película de carácter realista pero que, al mismo tiempo, destila cine por todas partes.
As bestas ha sido comparada más de una vez con Perros de paja y Defensa (títulos a los que me gustaría sumar el menos celebrado Despertar en el infierno, de Ted Kotcheff). Y, desde luego, existen semejanzas entre ellos. Pero si bien Peckinpah y Boorman terminaban por caer en el previsible retrato despectivo de las poblaciones periféricas (por más que ambos juzgaran con dureza a sus protagonistas), el trabajo de Sorogoyen y Peña contiene una reflexión algo más compleja. Por un lado, está la lucha de clases: Antoine, un ciudadano europeo acomodado, arde en deseos de utilizar sus conocimientos de erudito para rehabilitar una aldea despoblada del interior de Galicia; mientras que Xan, autóctono del lugar, no ve la hora de abandonar la granja a la que se siente encadenado desde el día de su nacimiento. De ahí, su discrepancia cuando el pueblo recibe una importante oferta para desalojar el territorio e instalar en él molinos de viento. Y la raíz de esta discrepancia, como puede verse con facilidad, esconde otra diferencia: las razones de Antoine responden a una ilusión, mientras que las de Xan son casi una necesidad.
Así, aquello que debería ser una iniciativa progresista termina por ejercer el tipo de opresión de clase que, precisamente, el propio progresismo insiste en condenar. Pero la cosa es todavía más compleja: Antoine sabe que el pueblo está siendo estafado, puesto que las tierras tienen un valor muy superior al número que la empresa ofrece. También sabe que la iniciativa no es menos contradictoria que su altruismo, ya que la construcción de los molinos (un proyecto presuntamente ecológico) provocaría un impacto ambiental que podría dañar bosque y montañas. En este aspecto, la película de Sorogoyen recuerda levemente al discurso de Carla Simón en Alcarràs: el ecologismo como arma de destrucción masiva del capitalismo. Ahí tenemos, pues, las dos grandes diferencias entre la película que nos ocupa y las de Peckinpah y Boorman: por una parte, y a diferencia de los segundos, Peña y Sorogoyen proponen una confrontación de clases en la que podemos entender a las dos partes. Por otra, allí donde los dos directores sólo veían el territorio ideal para indagar sobre el origen de lo salvaje y la violencia, guionista y directora ven una oportunidad para reflexionar sobre la complejidad de algunos de los conflictos occidentales más significativos de nuestros días.
Lo que sí comparten los tres títulos es su capacidad de sugerir espontaneidad, plasmando situaciones que, aún siendo extremas, responden a una causalidad llena de lógica, fruto del carácter de unos personajes muy creíbles. Ahí es donde se percibe el pulso de Sorogoyen: en su habilidad por impactar y ser transparente al mismo tiempo. Lástima que esta autoría también se reconozca en cierta tendencia a cerrar los relatos con una voz excesivamente amable, restando fuerza al producto (caso exagerado en la miniserie Antidisturbios). De ahí que los recuerdos más significativos de la película permanezcan en sus dos primeros actos, siendo el tercero correcto y bien presentado… pero quedando muy lejos de secuencias tan magnéticas como la conversación entre Antoine y los dos hermanos en la oscura taberna: aquel único plano que nos acerca, poco a poco, a esos tres rostros impenetrables, en un increíble ejercicio de tensión.