Heredero de ese estilo que supo implantar el español Luis Buñuel en su periplo por tierras mexicanas, Arturo Ripstein es una de las personalidades más importantes de la historia del cine mexicano merced a una marca muy personal y propia que ha sabido mantenerse viva durante más de cinco décadas sin ningún tipo de contaminación temporal, manteniendo siempre pura una mirada fijada en seres situados en los márgenes de la sociedad o la ley. Se dice que Arturo es el director que mejor ha sabido captar y rodar el espíritu y hábitat de prostíbulos y cabarets, siendo esta afirmación compartida por el que escribe. Sus recreaciones de estos templos de la lujuria y oscuridad siempre se han mostrado luminosos y compasivos con sus habitantes, reflejando con mucho tino esa sensación de claustrofobia y soledad que impregna la condición humana mezclando, sin caer en la demagogia, unos colores que van desde la sordidez extrema a la redención de unas almas pecaminosas que sufren el martirio de un pasado y unos traumas de los que es imposible zafarse.
En 1966, Ripstein dio el paso a la dirección de la mano de su padre y acompañado de algunos de los mejores técnicos del cine azteca, y con guion firmado nada menos que por Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, con un western que ya ofrecía muestras de las obsesiones, que irían fortificándose con el paso del tiempo, del realizador mexicano. Y es que Tiempo de morir no solo se destapa como una estupenda película de un género que había visto un cierto renacimiento gracias a las producciones europeas que colapsaron las carteleras de medio mundo a mediados de los sesenta, sino que asimismo emerge como una fábula que esconde en su armadura genérica una reflexión sobre los males y maldiciones ancestrales que ha sufrido el país norteamericano desde prácticamente su misma concepción.
Rodada es un espléndido blanco y negro fotografiado por el maestro Álex Philips, la cinta narra el regreso a casa de un reo llamado Juan Sagayo (Jorge Martínez de Hoyos) que acaba de cumplir una condena de 18 años de prisión por haber matado a Raúl Trueba, un ex-compañero y vecino con el que tuvo que resarcir una afrenta de machos de la que nadie parece querer recordar sus orígenes. El problema para Juan, que acude al pueblo con la esperanza de rehacer su vida junto a un antiguo amor en un pequeño terreno que aún conserva, es que los hijos del fallecido le están esperando para saciar sus ansias de venganza. Sobre todo en la figura del mayor, Julián (Alfredo Leal), que sobrevive contaminado por un odio irracional que no le ha dejado vivir en paz en todos estos años con la esperanza de poder matar a quien privó de vida a su amado padre, pues el más joven, Pedro (Enrique Rocha), el cual no llegó a conocer en vida a su fallecido progenitor, parece estar más por echar borrón y cuenta nueva y mirar más al futuro que a un pasado que ya le queda lejos.
Incluso en su arribo al pueblo, Juan se encontrará en la taberna con Pedro, quien no sabiendo con quien se ha cruzado vislumbrará en la figura del viejo y cansado protagonista a un hombre honesto y de paz que no casa con la figura demoníaca y malvada que le ha pintado su hermano.
Pronto, Juan se dará cuenta que no es una persona bienvenida. Primero porque el hijo de su antiguo patrón pretende desligarse de una sombra incómoda para sus negocios. Segundo porque su antiguo amor se casó, tuvo un hijo y enviudó recientemente por lo que aunque aun siente un afecto inmortal por su antiguo amante; los lazos familiares que mantiene le impiden abandonar todo para irse a vivir con Juan. Y finalmente porque Julián está empeñado en revivir el pasado, sometiendo a una serie de humillaciones, provocaciones y afrentas a Juan con la intención de incitar un duelo a muerte con su contrincante, hecho que este trata de sortear a toda costa para evitar caer en los errores del pasado. Sin embargo, ese pasado es una losa muy difícil de dejar atrás acabando con toda esperanza de redención y perdón si una de las dos partes enfrentadas se muestra empeñada en volver a cometer los mismos errores que cometieron sus antepasados, siendo el odio y no el perdón la guía de unos personajes que sufren la maldición de un país en el que la hombría irracional somete cualquier atisbo de inteligencia racional.
Tiempo de morir es una primera obra ejemplar de una profundidad introspectiva impropia de un pipiolo de tan solo veintitrés años que son los que contaba Arturo Ripstein en el momento de su ejecución. Sólida y potente a la par que entretenida y ensimismada, el mexicano regala un recital narrativo al apostar por construir una epopeya minúscula, que todo el mundo sabe como va a terminar, a base de la conjunción de pequeños fogonazos escénicos que componen el deambular de un pobre diablo protagonista de la crónica de una muerte anunciada, ofreciendo un retablo muy incisivo y aterrador de esos males que castigan al pueblo mexicano: los odios vecinales, la raza como fuente de violencia, el pasado que todo lo sataniza, la ausencia de perdón y olvido, el honor mal entendido, el macho que antepone sus testículos a la palabra y el desquite como forma de gobierno.
La cinta (con el ya citado guion de Fuentes y García Márquez de base) plantea que quien no mira al presente desde un enfoque humanista, moderado y anteponiendo el amor al odio está condenado a acabar en el camposanto llevándose por delante a quienes desean precisamente la paz y olvidar las viejas rencillas familiares. Dibuja a Julián Trueba como el arquetipo de hombre mexicano enraizado en la tierra y la testosterona. Un gallo de pelea con afiladas cuchillas sujetas en los espolones y con ganas de bronca, pues es incapaz de conmutar la pena ya pagada con creces por alguien que ha pasado 18 años de su vida encerrado por un duelo a muerte que se deja entrever al final del film que fue justo y necesario, pues la figura de ese idealizado Raúl Trueba se presenta como un fantasma bravucón y fanfarrón que tuvo su merecido por sietemachos. Por contra, pinta a Juan y al pequeño de los Trueba como el futuro. Como esa sociedad que necesita México (y cualquier país, como por ejemplo la España donde nací y vivo) que debe curarse las heridas pasadas para mirar al presente y al futuro de otra forma. Bajo el prisma del entendimiento y el encuentro. Con una perspectiva en la que la concordia y el indulto nos permitan respirar un aire que desgraciadamente cada vez está más cargado de violencia, desapego, angustia y odio.
Porque, como bien se muestra al final de la película, aunque el paciente y pacífico no busca la gresca, siempre existe una pequeña chispa prendida por quien quiere pelea, que enciende la llama de la furia y la guerra.
Si bien la cinta se articula a través de un ritmo muy parsimonioso, tedioso en su primer cuarto de hora a medida que se presentan los diversos personajes, con esbozos que ofrecen pequeñas informaciones que poco a poco se irán desgranando, no es menos cierto que con el transcurso de los acontecimientos que van sucediendo a cuentagotas el relato va acelerándose, sin caer nunca en un ritmo frenético, culminando en unos últimos diez minutos de antología que nada tienen que envidiar al mejor ‹spaguetti western› gracias a la escenificación de un duelo espectacular entre brumas y arena que desembocará en una secuencia final inolvidable y magistral.
A ensalzar la magnífica aportación de todo el elenco actoral, siendo especialmente relevante la interpretación de un Jorge Martínez de Hoyos que borda el personaje de ese recluso atrapado por su pasado que busca empezar de nuevo, e igualmente toda una serie de personajes secundarios que aportan su granito de arena para permitir que el engranaje narrativo de la tragedia tenga un sentido filosofal de envergadura.
Sin duda nos hallamos ante uno de los mejores debuts de la historia del cine mexicano y ante una obra importante de una de sus figuras más destacadas.
Todo modo de amor al cine.