Una cercana voz en ‹off› es la encargada ponernos tras los pasos de Arturo a través de su diario particular: con esas notas, las del soliloquio de Arturo, arranca una Arturo a los 30 donde el cineasta argentino Martín Shanly vuelve a emerger como certero cronista de un tiempo y, en especial, de una etapa; esa donde el avance se ve dificultado en torno a una serie de problemáticas en ocasiones autodiagnosticadas (de hecho, el propio protagonista habla como si todo lo que estuviera aconteciendo fuese una especie de ‹impasse›, de transición). No sólo son las palabras que salen de su boca las que indican que Arturo parece estar en un momento que no le pertenece; esa desubicación, casi desconcierto vital podría decirse, es transmitida por el mismo Shanly durante una de las primeras escenas del film mediante un montaje que quiebra de algún modo el orden establecido, que deja al protagonista en un lugar indeterminado, especialmente a posteriori cuando intenta buscar de manera infructuosa acompañantes para trasladarse de la iglesia donde se celebra la boda a la que asiste, al caserón en el que tendrá lugar el posterior convite y fiesta. Nada es cómodo, y menos si las preguntas sobre el ámbito personal y laboral se disparan cuando vas encontrando conocidos de los que ya habías perdido cualquier pista, pero no desisten en importunar con cualquier asunto que emerja de sus mentes. Sí, cuestiones al fin y al cabo acostumbradas, casi se podría decir que constituyentes de una rutina que nace del reencuentro, pero por otro lado ciertamente incómodas para Arturo.
De aspecto retraído, más probablemente por su forma de expresarse que porque en realidad lo sea, Arturo habla casi entre dientes, con calma pero concisión. Martín Shanly da vida a este personaje, y aunque se podría deducir que lo hace puesto que es posible que tenga algo de autobiográfico o porque estemos ante el reflejo de una vivencia propia, lo cierto es que el papel conecta a la perfección con aquello que busca transmitir: ya no es tanto un asunto interpretativo (que también) sino la forma en cómo el porteño encaja en ese rol, casi como si hubiese nacido para ser Arturo más que Martín.
El cineasta sigue así los pasos de su debut, la sorprendente Juana a los 12 donde era precisamente su hija, Rosario Shanly, la encargada de dar vida a la protagonista, y lo hace con un retrato con tintes de comedia que toma apariencia de crisis existencial, y es que nada mejor que esos años de espera, donde en ocasiones uno no sabe muy bien hacía donde dirigirse, para dar forma a un relato que se mueve, con acierto, entre distintos pasajes que reverberan en el trayecto de un personaje movido por las necesidades de los demás en lugar de por el propio convencimiento.
Entre la custodia de una hermana pequeña y sus travesías a una fiesta adolescente, obras teatrales performáticas que le ponen en el foco extrañamente pero suscitan un interés nimio y amigas caprichosas que lo arrastran alrededor de sus problemas en busca de una solución que en realidad no existe, Arturo a los 30 enlaza esos puntos de un extravío en el que nunca termina de existir el espacio adecuado mediante una narrativa que sigue los pasos del protagonista durante el día de esa citada boda, pero a su vez retrocede a momentos concretos que surgen del diario de Arturo. Shanly expresa con ello una pérdida que en realidad no es tal, pues ya no es tanto la sensación de desconcierto que se siente en ocasiones siguiendo su periplo como una falta de determinación desde la que llegar al punto deseado. El autor de Juana a los 12 llena todos estos espacios de miradas esquivas, que ignoran al personaje en el momento más comprometido, o de gestos en apariencia baladíes, como que ni siquiera los acompañantes con quienes decidirá viajar al caserón tengan su número de teléfono, que no obstante ponen el eco sobre esa indefinición, concretada además sobre unos minutos finales que otorgan un anómalo viraje a la obra, no tanto por la no necesidad de lo que termina retratando Shanly, sino más bien por la confusión, no se sabe bien si buscada o no, que esto genera. Pese a ello, Arturo a los 30 nos acerca de nuevo a ese fino retratista al que incluso le basta una sola imagen (la que cierra el film) para recoger, con precisión, toda esa incertidumbre sin la que no se podría comprender parte de nuestra experiencia.
Larga vida a la nueva carne.