Lejos queda ya aquella época de esplendor que se fraguó a través de las décadas de los 70 y los 80 donde la ‹road movie› era provista de un sentido añadido, trazando tanto viajes introspectivos, como liberadores e incluso las veces bordeando un clima político-social que llevaba a sus personajes a esa perenne huida. No obstante, y al contrario que otros géneros, la ‹road movie› ha resistido el cambio de los tiempos, amplificándose en esta nueva era, y encontrando voz en motivos mucho más dispares, que las veces han convertido ese objetivo en un mero pretexto. Resulta interesante establecer este contexto en tanto nos hallamos ante un terreno que ha perdido, en parte, su efecto, pues de él siguen surgiendo obras muy a tener en cuenta como Hit the Road de Panah Panahi, Los reyes del mundo de Laura Mora Ortega o Frost de Šarūnas Bartas, retornando a una espíritu más difícil de atisbar en los tiempos que corren. Precisamente este es el camino elegido por Sara Summa en su segundo largometraje tras las cámaras, disponiendo un escenario que se antoja de lo más personal, donde tanto ella como su hermano toman los roles principales en un viaje a través de la pérdida que se terminará concretando en una secuencia expiativa, conectando así con las motivaciones de la propia ruta.
El blanco sobre negro, donde las líneas de carretera vuelven a tomar protagonismo, resalta en un ejercicio que destaca ante todo por una mirada prístina, que por momentos se antoja auténtica y, cómo no podría ser de otro modo, liberadora. Pues en ese recorrido que Arthur y Diana, los protagonistas del film, encauzarán junto al pequeño Lupo, Summa privilegia el aspecto más introspectivo de la relación entre ambos hermanos: ella, alejada de todo influjo que pueda ejercer la tecnología del s. XXI —apenas sabe manejar el móvil y las redes sociales parecen estar a años luz de su comprensión—, se encuentra con una visión más avezada en esos lides de su hermano, quien ironiza sobre el hecho de que Diana todavía use planos para viajar. Un aspecto que se sustrae en especial en esas conversaciones, que se antojan espontáneas y naturales, y que indagan sobre la misma existencia desde una representación las veces de lo más palpable, como en el diálogo donde Diana lamenta, de algún modo, haber perdido cierta autonomía debido a la rutina establecida por una fase de maduración que acompaña ese hijo que les sigue en el viaje. No hay impostura ni artificio, e incluso los posibles conflictos, a los que la cineasta da pie en alguna que otra discusión, son despreciados en pos de una observación en torno a ambos protagonistas, que son cuestionados y se cuestionan incluso ante cualquier desconocido —como en la escena donde Arthur dice autosabotearse con constancia frente a una muchacha a la que acaba de pedir un cigarro—.
Bajo la luz y el color de lo que bien podría ser un filtro veraniego —a destacar en ese aspecto la fotografía de Faraz Fesharaki, más conocido por su labor en ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, donde toman protagonismo los tonos cálidos y rojizos, y destaca la luminosidad de casi cada pasaje—, Sara Summa despliega las virtudes de un film menudo y modesto, cuya apariencia no apacigua cierta ambición, y es que, salvando las distancias, el cine de la bávara bien podría aproximarse a los lindes de la obra de Wenders. Porque si bien es cierto que la dialéctica del veterano autor alemán se antoja en ocasiones más compleja que el de la responsable de Arthur & Diana, cabe destacar cómo aquello que sobre el papel podría no resultar significativo, termina tomando una consciencia mucho mayor desde la que dibujar los confines de un viaje que no se detiene en las observaciones de ambos protagonistas, y consigue escudriñar algo más que una superficie, resultando de lo más sugestiva esa mirada reflexiva. Y aunque puede que Sara Summa se pierda en ocasiones en el proceso, esbozando secuencias que pueden llegar a trastocar al espectador —algo que, por cierto, también dominaba como nadie Wenders—, Arthur & Diana debe ser valorada como una de esas piezas genuinas no porque su acercamiento al género sea ni mucho menos insólito, sino por devolver parte de su carácter inherente al mismo, que no es poco.
Larga vida a la nueva carne.