Arroz (Kome en su título original) se destapa como uno de los melodramas más relevantes del cine japonés de los años cincuenta. En primer lugar por su tonalidad absolutamente colmada de modernidad, alzándose pues como una propuesta rompedora con el estilo y templanza del gran cine clásico japonés, estando mucho más emparentado con la garra y exposición presentes en los melodramas originarios de Hollywood, si bien estableciendo también ciertos paralelismos en cuanto a puesta en escena muy naturalista y próxima al neorrealismo producido en Italia.
Esta querencia por romper con tradiciones y convencionalismos se debe sobre todo en la presencia en la dirección de Tadashi Imai, uno de los grandes cineastas japoneses de todos los tiempos que siempre buscó ir un poco más allá en cuanto a lenguaje y estructura cinematográfica. A pesar de que su cine es acusado injustamente de muy caótico, hecho que le ha relegado a cierto ostracismo en relación a otros compañeros de generación, ya que muchos alegan que su obra carece de un estilo claramente identificable, la verdad es que para mí Imai es uno de esos autores valientes y transgresores que no se dejó nunca nada en el tintero. Además, Imai fue uno de los autores más progresistas del cine japonés. Con un talante claramente virado hacia la izquierda del espectro ideológico, su cine siempre se mostró muy interesado en exhibir las penurias y maldiciones sufridas por la parte más débil del estrato social. Ese proletariado obrero y expuesto a las injusticias del capitalismo que se estaba imponiendo en la sociedad japonesa de posguerra y también explotado por unos pocos privilegiados que estaban atesorando buena parte de las riquezas del país del sol naciente.
Imai fue uno de los responsables de la modernización del exoesqueleto cinematográfico japonés, previo a la irrupción de la corriente de jóvenes autores que desatarían la Nueva Ola de los sesenta. Y ello se observa en una película como esta Arroz, absolutamente presa de las obsesiones y tendencias explícitas y osadas inherentes al influjo de quien estaba detrás de este proyecto.
Dos de los puntos que más me fascinan de una película como Arroz son sin duda por un lado la presencia de una de las primeras escenas de desnudo femenino de la cinematografía nipona. Una desnudez que yo no recuerdo haber visto antes en una cinta de esta época y que Imai filmó con una elegancia y picardía propia de un sátiro que anhelaba destrozar ese puritanismo que afectaba a los productos cinematográficos nacidos en el lejano oriente. Y por el otro, una imaginería que desprende fuego de intensidad radical, evocando como en un espejo la forma de concebir el melodrama de grandes maestros del cine americano como Elia Kazan y Vincente Minnelli. Igualmente, se observan ciertas similitudes conceptuales y argumentales con Arroz Amargo, El molino del Po y Stromboli en cuanto a influencia italiana. Al menos eso me ha parecido a mí.
Como cabría esperar, la película hace descansar parte de sus cimientos constructivos en la descripción de la forma de vida y costumbres de un pequeño pueblo de pescadores y agricultores. Un estilo con cierta querencia a la descripción documental de las prácticas agrestes y ancestrales de los lugareños, que impregnará de un realismo desaforado los mejores momentos del film. A esta aldea arribará un joven que regresará al nido familiar después de haber pasado unos años en la ciudad laborando como soldado. Su llegada no será en principio bien vista por su hermano y progenitores, hecho que le relegará a buscarse la vida fuera del cobijo familiar, siendo acogido por un grupo de jóvenes, que al igual que el recién llegado, han decidido regresar a sus raíces para trabajar aprovechando la temporada de cultivo del arroz así como la apertura de la veda de la pesca.
La película narrará a partir de este momento las vivencias de este grupo de jóvenes, de temperamento bastante anárquico y libertino. Observaremos sus salidas nocturnas en busca de mujeres de cortejo fácil. Sus escapadas al hogar de una familia de pescadores con la intención de espiar la desnudez de su joven hija mientras disfruta de relajantes baños. También sus correrías furtivas en compañía de muchachas que anhelan perder su virginidad en medio de una barca que navega por el río ante la atenta mirada de los guardias forestales que tratan de identificar aquellos individuos que han decidido salir con alevosía a pescar en territorio prohibido. Así como las diferentes relaciones de seducción amorosa y bromas eróticas que se desencadenarán entre los diferentes integrantes de una juventud anclada en las usanzas y relaciones del pasado.
A medida que estos pequeños episodios sin importancia van aconteciendo como si nada trascendente pasara en el desarrollo del relato, Imai irá forjando el núcleo principal del melodrama. La relación de enamoramiento y romance platónico que surgirá entre el joven ex-soldado y la hija de esa familia de pescadores que a duras penas encuentran los recursos necesarios para su sustento y supervivencia. De tal manera que esta embrionaria subtrama irá ganando peso en paralelo a la reproducción documental de los usos y hábitos folclóricos que van teniendo lugar en la aldea.
También Imai será fiel a sus ideas y adscripciones ideológicas, mostrando las penurias de esa familia de pescadores acechada por las deudas y explotada por un terrateniente que intenta expropiarle las tierras en su provecho. Una estirpe que aprovechará el hecho de encontrar una red de pesca para salir a capturar a zona prohibida, encontrándose con la autoridad para su desgracia. Una autoridad que hará caer en el infortunio a la desventurada madre, suceso que provocará un destino fatal en el núcleo familiar.
Todas estas historias cruzadas y epopeyas se irán entremezclando para sustentar finalmente un todo con un sentido y significado claro. La exhibición de las injusticias de las que son presa esa clase trabajadora y miserable que apenas tiene un bocado que llevarse a la boca. Una clase que sobrevive más que vive. Anclada en unas tradiciones que favorecen a los que más tienen y sin posibilidad de queja o réplica. Imai no deja nada a la zaga, mostrando el absolutismo y falta de piedad que marcan el deambular de estos infelices a los que las carestías y necesidades impiden sublevarse contra lo establecido. Esa pobreza endémica y maléfica se desatará en el tramo final, sacando a relucir al campesinado pobre de solemnidad que únicamente respira con el fruto de su trabajo de sol a sol sin rechistar ni preguntarse cual es el sentido de su existencia.
La película logra el sobresaliente gracias a un naturalismo marca de la casa que refleja la vida terrenal de los lugareños protagonistas. Hipnóticas y majestuosas aparecen las escenas de arranque de festejo de la siembra del arroz, así como las secuencias pictóricas que muestran a los paisanos recogiendo arroz; planos que, con un claro enfoque impresionista, evocan de manera instantánea a las estampas pintadas por Millet. También se atisban ciertas invocaciones a las escenas de pesca de Stromboli en la planificación neorrealista hilvanada por Imai. Y siempre están presentes los conflictos sociales ligados a la tierra y su explotación económica, así como las nefastas consecuencias que la esclavitud del proletariado tiene para éstos.
Imai decidió rodar en un color de tonos apagados y pastel una obra que desprende una fuerza visual y moral abismal. Quizás el hecho de no centrar el tiro en una línea argumental clara, optando por una trama coral que no otorga un protagonismo claro a ningún personaje, prefiriendo por tanto que sean las situaciones y los pequeños capítulos que van sucediendo —y también finalizando en una misma secuencia sin tener repercusión en los siguientes temáticas expuestas—, sea un punto que pueda llevar a cierta desconexión del espectador con lo planteado por el maestro. En mi caso, creo que esta propuesta le viene como anillo al dedo a un film que no ambiciona tejer la típica historia romántica de un amor imposible entre dos personajes pertenecientes a ámbitos y circunstancias contrapuestas.
No, puesto que lo que ambicionaba Imai era simplemente crear un melodrama totalmente diferente del congénito de la cinematografía nipona. Su principal pretensión, en mi opinión, fue plasmar un estilo de vida atávico sin trampa ni cartón. Mostrando las maldiciones vigentes en esa parte de la sociedad oculta de los grandes medios de información. Centrando, pues, el foco en lo esencial. En una forma de vida camuflada y casi secreta a los ojos de la modernidad. Inyectando precisamente esas gotas de modernidad en la superficie, no en el alma, de la película. Filmando escenas explícitas de desnudos, encuentros amorosos y relaciones más sátiras que románticas. Y dejando para la perspectiva más íntima una colección de impresiones naturales rodadas al más puro estilo neorrealista, que advierte de los sacrificios y mala suerte de la que son presa los descastados del sistema.
Sin duda, Arroz es uno de esos melodramas que pusieron su granito de arena en la modernización del lenguaje de este género en un cine japonés que vería como sus cimientos saltaban por los aires unos años después de la producción de esta gran película.
Todo modo de amor al cine.