Entre un tono humorístico un tanto desprendido, casi transformado en extensión del carácter de su personaje central, y una corrosiva mirada al sistema médico en una exposición que, lejos de resultar frontal, bucea en una mezcla de zozobra y desorden que funciona como espejo reflectante de una situación algo extraña, navega Arrythmia: en ella, tanto Oleg, el protagonista, como sus compañeros, se sienten a menudo cuestionados, cuando no acusados por pacientes que al fin y al cabo terminan aceptando prácticas ilegales propuestas por individuos que están al margen de una estructura que, si bien no los respalda, sí emite un gesto cómplice de aquel que sabe que no hay otra opción posible; quizá por incapacidad, quizá debido al desconcierto implícito ante tal coyuntura.
Frente a un caos vital que Oleg tolera de buen grado, más allá de la frustración acumulada debido a unos procedimientos que bordean en ocasiones el absurdo, se sostiene la relación con su pareja Katya que, si en un principio asimila el particular descuido y la irresponsabilidad de un tipo de fuertes convicciones, más adelante decidirá romper un vínculo cuya reacción se antojará un tanto descabellada: pues más allá de la aceptación —eso sí, a regañadientes, haciendo hincapié en su singular talante— de una determinación que no parece tener vuelta atrás, permanecerá en el hogar compartido hasta el momento, durmiendo en un colchón hinchable, y sacando a relucir una actitud que no hace sino refrendar la naturaleza del personaje, donde invitar a los amigos a una borrachera ante la mirada de ella es una muesca más en el repertorio.
Khlebnikov nos presenta, en esencia, a un perdedor que incluso no solo abraza esa condición, se permite naufragar a través de ella aún a sabiendas del rubor que puede causar en un contexto donde Katya emerge como epicentro y, por ende, padece las consecuencias de ese comportamiento. Así, y pese a la convicción de una situación sentimental que se complicará por momentos, Oleg no parece dar pasos en torno a una conciliación en la que ella, precisamente, apela a lo afectivo. Así, las metas y objetivos del protagonista no suponen ni mucho menos un impedimento en la relación entre ambos, donde lo material queda desplazado, e incluso la falta de aspiraciones o los diversos problemas que aqueja Oleg —como ese idilio que mantiene con el alcohol— no suponen un obstáculo para Katya, o no en el sentido de aferrarse a un carácter concreto como mera excusa desde la que renunciar a un vínculo.
Lejos de lo que pudiera parecer, el autor de A Long and Happy Life huye de cualquier tipo de juicio prematuro o incluso liviano: la mirada comprensiva que el cineasta arroja sobre sus personajes se aleja de una condescendencia que hubiese debilitado el tono de un film tan sencillo como directo, para acercarse a una ternura que entronca a la perfección con esa ‹rom-com› a la que Khlebnikov se acerca por momentos, ajustándose a una circunstancia que, desde la naturalidad de las interpretaciones del elenco —a destacar un Aleksandr Yatsenko ya habitual en los repartos del director—, dotan de una autenticidad y frescura al conjunto dignas de elogio. Y es que Arrhythmia no se detiene en ningún momento a enjuiciar esos personajes: los expone como lo que son y, si bien emplea sus pasos para ofrecer su visión acerca de un sistema que, ahora más que nunca, ha quedado en entredicho, esa perspectiva no se entromete en casi ningún momento en las distintas correspondencias que surgen entre ellos; cierto es que resulta inevitable ver como ese régimen precario se inmiscuye irremediablemente en el día a día de individuos cuyo tiempo y actuaciones se ven sujetos al mismo, pero Khlebnikov siempre busca que el nexo entre todos fluya de un modo libre.
Arrhythmia huye así de la habitual diatriba del cine social, componiendo un film cuyo tono, ajustado a esa visión arrojada por Khlebnikov en torno al estado de la sanidad, se siente distendido gracias en especial a su aproximación humorística en clave de comedia que es tan capaz de manejarse con esa sencillez extirpada de la mismísima esencia de la ‹rom-com›, como de proponer un sentimiento extremo donde el inhumano sistema que expone —ese desde el que tratar a pacientes o, mejor dicho, personas, como mera mercancía— termina llevando a una inevitable reacción que, no obstante, no resta ni un ápice de la frescura y encanto contenidos en una de esas joyas que hay que descubrir y disfrutar plenamente dejándose llevar por la más franca de las miradas, como si la autenticidad e imperfección de Oleg se transformasen en el más valioso de los reflejos (sin serlo).
Larga vida a la nueva carne.