Arraianos es una de esas pequeñas joyas que el cine de autor patrio nos regala de tanto en tanto. Debut de Eloy Enciso en el largometraje de ficción, quien ya tenía experiencia previa en el terreno del documental (formato del cual se puede decir que Arraianos se nutre en cierto modo) con Pic-nic, el film adapta algunos de los fragmentos de la obra O bosque, del escritor Jenaro Marinhas del Valle. A través de ellos, y en boca de algunos de los personajes que pueblan este extraño y sugerente relato, Enciso comienza a construir un discurso que se apoya sobre todo en un carácter más visual para definir los lindes de un trabajo que no se cierra a interpretaciones, pero que acota posibilidades dejando ante el espectador una propuesta tan sensitiva como interesante.
El prólogo, con dos mujeres en mitad de un precioso bosque de castaños introduciendo temas como la relación del hombre con su entorno sin necesidad de que esa relación se ciña únicamente al espacio en el que Enciso delimita la propuesta, sirve como precisa introducción a una cinta que a partir de ese momento se convertirá en un intrincado y misterioso poema visual. En ello incurre la propia idiosincrasia de un film que no podría tener mejor marco para desarrollarse; y es que el inmaculado carácter de esos parajes, lo enigmático de una tierra cuasi mística y el modo de ser de sus gentes marcan en cierto modo una atemporalidad que Enciso enfatiza con escenas que casi no parecen tener cabida en nuestro particular universo donde urbes, altos edificios y ruido se alzan sobre nuestras vidas. De ellas, destaca una planificación que las eleva a un terreno más cercano a la ensoñación que a cualquier otra cosa, y que el gallego resalta con una puesta en escena en ocasiones austera, pero sobre todo haciendo uso de una iluminación que dota de un singular punto de irrealidad a la propuesta.
Esas imagenes, tan extrañamente puras como evidentemente impostadas, se entremezclan con los parajes e incluso con momentos de semi-documental (ese hombre quebrando el hielo, la magnífica y definitoria escena del parto, que está dotada de una significancia muy concreta, etc…), y van confiriendo forma a un discurso que, lejos de detenerse en aspectos sobre los que quizá sería más fácil deliberar (como podrían ser la memoria o el recuerdo; temáticas que Enciso sobrevuela, pero en las que no ahonda, más bien dejándolas cohabitar en el relato), prefiere centrarse en esa correspondencia entre hombre y naturaleza, encontrando además en otros recursos (como el modo de superponer imagen y sonido o la forma de sugerir cierta “evolución” en el relato con simples estampas) el complemento perfecto para que no se difumine el tono de la obra.
No obstante, mantener a un determinado nivel durante todo su metraje una propuesta no narrativa como Arraianos, conlleva una dificultad no necesariamente sujeta a las pretensiones del autor, y aunque Enciso lo logra casi en la totalidad del film, creando incluso subyugantes puntos de mini-clímax, también posee algún que otro desliz que, si bien no mina el gran trabajo realizado por el cineasta gallego, merece ser tenido en cuenta. Pero no tanto como la señalización de un defecto en particular en un terreno tan complejo como el que resulta realizar un film autoral y que éste termine teniendo trazos de experimental, sino más bien como el detalle que dota de un valor mayor a lo conseguido por el realizador en los anteriores compases del film. Pero lo mejor de todo, no es que Arraianos resulte sólida en una faceta como esa, sino más bien que Enciso no se deje arrastrar fácilmente por el territorio de la nostalgia, completando así un film que deja tantas imágenes poderosas (ese molino de viento sobre el paisaje rural, el extraño cuento de Pitipín…) como lúcidas reflexiones entorno a un panorama que no las hilvana precisamente por sí mismo, y deja en manos del talento del cineasta una de esas propuestas que no sólo no dejan indiferente, sino además fomentan el debate entorno a las distintas aristas que posee y maneja consecuentemente.
Larga vida a la nueva carne.