El fin del mundo no atiende a razones, y en manos de los hermanos Larrieu todavía menos. De hecho, se podría decir que el ‹corpus› de su obra contraviene aquello que uno podría esperar de cualquier género o temática a la que decidan aproximarse. Algo que se vislumbra incluso en un film de trazo tan variable e irregular como su penúltimo largometraje, Tralala, donde el musical, ese espacio tantas veces transitado por cineastas de la más diversa índole, era llevado a su propio terreno.
No obstante, y ante su regreso a cines, cabe reivindicar quizá el que supone el mejor ejemplo de cómo los Larrieu trasladan su particular foco a parcelas inhóspitas, o quizá parcelas donde uno no esperaría a un francés hablando sobre lo amoroso: Los últimos días del mundo. Y es que el fin, como comentaba, toma forma como a pocos autores se les ocurriría concebir: bordeado por un fantástico tenue desde el que lanzar algún que otro apunte, salpicado por notas de una comedia absurda tan deliciosa como inesperada, y espoleado por lo afectivo en un apartado romántico que se despendola, donde no hay lugar para un término medio.
Las andanzas de Robinson —interpretado por un fabuloso Mathieu Amalric—, que toman forma de vaivén ya desde su primera secuencia, donde a través de una libreta narrará sus (des)encuentros anteriores al inicio del fin, son el punto de partida de un film atípico. Sin prisa pero sin pausa, los Larrieu componen una obra que se mueve con total libertad. De hecho, el modo en cómo conecta cada pasaje del periplo del protagonista con sus motivos habla por sí sola.
Robinson, un náufrago en lo emocional impelido por las circunstancias (tanto propias como ajenas), surca el universo presentado con una desgana sólo quebrada por Lae, esa muchacha que aparecerá de la nada para que todo cobre un nuevo significado. No obstante, Robinson no es un personaje que perciba con apatía a quienes le rodean, sino más bien aquello que le rodea. Una idea que los Larrieu no estipulan si procede de la imagen que arrojará el posible fin del mundo, o de la percepción del protagonista. Los cineastas no están, ni mucho menos, interesados tanto en la construcción del personaje como en qué deriva de sus relaciones. El mundo se acaba, sí, el caos y la incertidumbre se pueden palpar, pero es el reducto afectivo aquel que parece guiar cada acción, cada emoción.
De hecho, el tono de Los últimos días el mundo se moldea en torno a esa visión. Una visión reforzada por la predisposición a la comedia bufa que surge incluso del modo más repentino —como en el último encuentro con su ex-mujer, Chloé—, y por una puesta en escena que pronuncia sus rasgos desde el esperpento, huyendo de cualquier atisbo de tragedia. Es mediante determinadas estampas donde se concibe la dimensión del asunto —esos buitres encima del coche, los cadáveres que destacan, con normalidad, en algunos espacios…— más que en una modulación que huye de toda gravedad.
Todo en ella está, pues, comprendido a partir de una mirada que hasta es capaz de concebir momentos de un elocuente intimismo de la mismísima nada. Como si ninguna cosa pudiese escapar a los ojos de los Larrieu, conformando un mosaico en el que hay espacio para la extravagancia, pero del mismo modo para la belleza y hasta para una incertidumbre, la que revelan los instantes finales con el personaje principal explorando la ciudad con su linterna, que condensa con facilidad las aptitudes del cine de sus autores.
El incierto camino que recorre Robinson alude así a un estado emocional que se expande en la obra de los Larrieu. Sus personajes, incapaces de abarcar una realidad palpable, ejercen una búsqueda que en Los últimos días del mundo se torna poco a poco adictiva, construyendo pasajes que evocan un cine lejano —esa fuga “lynchiana” donde Robinson visiona la silueta de Lae, totalmente atónito, en una pantalla— pero a la vez posible y fascinante.
No es casual que todos ellos partan de la frustración sostenida por sus vínculos. Robinson decide emprender una aventura, pero en su camino tropieza vez tras otra con individuos que se sienten heridos, incapaces de hallar su sino. Con ello, el universo constituido adquiere matices desde los que conjuntar una visión única.
Con Los últimos días del mundo nos hallamos, en definitiva, ante un cine desnudo. Sí, es posible que podamos encontrar trazas de la siempre tediosa referencialidad tan en boga en los días que corren, pero es en lo improbable, en lo auténticamente frontal —como en esos desnudos o escenas sexuales que recrean sin tapujos pero con delicadeza—, donde ante todo fluye el talento de dos cineastas para quienes lo excepcional no transcurre en el más que posible fin de la humanidad, sino en los estímulos que hacen de lo emocional un signo inquebrantable de lo que somos.

Larga vida a la nueva carne.