Recuerdo haber tenido una conversación en un bar hace unos meses sobre Lars Von Trier. Un amigo objetaba que su cine no creía en el ser humano, albergaba oscuridad, crueldad y desconfianza en el otro. A pesar de que me fascina su obra, entendí su postura y, en cierto modo, tenía razón. De hecho, gran parte del cine contemporáneo alberga maldad o pesimismo. Y mi paso por la Berlinale me ha hecho confirmar esta teoría. Pocos son los cineastas que creen en el humanismo y en los que encuentras luz o esperanza, con los que al salir de sus películas crees un poco más en la humanidad. Aki Kaurismäki es uno de ellos, y afirmaba que el objetivo final de su cine era que un trabajador saliera contento de la sala. Creo que Léonor Serraille debe pensar algo parecido.
La directora de Bienvenida a Montparnasse (Jeune femme, 2017) y de Mi hermano pequeño llegaba a la Sección oficial de la Berlinale con Ari, protagonizada por Andranic Manet. En esta película retrata la vida de Ari, un joven de 27 años que tras un incidente en el aula decide replantearse su vocación de profesor de lengua en un colegio de primaria. Su vida da un vuelco. Al contárselo a su padre, este lo echa de casa. Ahora, solo le queda deambular por la ciudad como un vagabundo; completamente perdido, no se entiende a sí mismo ni al mundo que lo rodea. Decide visitar a viejos amigos. Aunque sus vidas tampoco parecen ser lo que pensaba. En las conversaciones con estos y con su padre siempre hay un tema recurrente, la relación pasada de Ari, quizá sea eso lo que le atormente.
De lo que nos habla Ari es de esa sensación de vacío, de extrañeza ante la vida. De la incomprensión de existir. Ari se encuentra perdido, como todos en algún momento y, a pesar de caer en una deriva existencialista, nos deja vislumbrar una luz. Pequeños destellos se van filtrando en su vida. Tal vez haya algo de religiosidad en eso, pero en un sentido abstracto. En el sentido por el cual las personas acuden a la religión, para buscar respuestas. Ari no da respuestas, aunque deja entrever que estas están en el ser humano y, si no están en nuestro interior, estarán en el interior del otro. Entonces, nos damos cuenta de que, a pesar de la complejidad y la dificultad de las relaciones, ya sean familiares, de amistades o de amor, estas son necesarias para nuestra vida.
En una escena de la película, Ari habla con un jardinero al que no conoce. Al no conocerlo, le pide que le explique su vida. Este lo hace, pero superficialmente, en unas cuantas frases, y acaba diciendo: «No quiero entrar en detalles»; a lo que Ari responde: «Los detalles son lo importante». La mayor facultad de la película es entrar en detalles. Se cuenta a través de gestos y miradas. También de lo que cuentan en sus conversaciones pero, sobre todo, de lo que se callan y ocultan sus personajes. La delicadeza y la fijación por la sutileza traspasa a sus personajes para llegar a la cámara, ya que la mayoría de planos son primeros planos o planos detalle, y aunque al principio puede resultar extraño, acaba por ser su punto fuerte. Ari se encuentra en el universo de Éric Rohmer, sin embargo introduce una pequeña alteración. Con Rohmer hay una cierta distancia formal que nos hace analizar a sus protagonistas y nos permite emocionarnos. En cambio, Léonor Serraille nos hace emocionarnos y nos permite analizar a su protagonista. Es diferente. Tiene que ver con el espacio que encontramos entre la cámara y los personajes. En el cine de Rohmer ese espacio nos invita a vivir en su mundo, por otro lado en Ari somos parte de ese mundo.
Por último, creo que el humanismo de la película hace que experimentes un sentimiento de hermandad con ella, como si esta formara parte de ti o tú de ella. Algo que pocas veces ocurre en el cine. Se asemeja más a un sentimiento producido por la pintura o la literatura. Me recuerda a lo que siente el protagonista al ver El hombre dormido (1861) de Carolus-Duran. Se siente perplejo, parece que él mismo se ha encontrado o ha encontrado un igual, no puede dejar de mirarlo. Está cómodo en su compañía y no quiere abandonar esa fría sala donde se halla la obra. De algún modo, cuando se deslizaron todos los créditos finales y la pantalla se apagó, recordé esa escena. Ahora, era yo el que no quería irme de esa sala, pero tuve que hacerlo. Aunque a veces siento que aún sigo allí sentado.
