Un primo, un amigo, un sobrino. Un jefe (algo que en apariencia es poco probable). Un tipo que sube las escaleras cuando tú pasabas por allí. Todos tienen algo en común aunque ellos lo desconozcan, tienen ese innato don que les confiere la capacidad de ser unos perdedores. De todos los tipos de perdedores que existen unos destacan por destilar a partir de su mala suerte congénita un aura de encanto que a muchos nos resulta atractiva.
Pocos segundos pasan para saber que el protagonista de Are We Not Cats es uno de ellos, un perdedor con encanto que está predestinado a que cualquier cosa le salga mal sin esfuerzo aparente. Sin malgastar el tiempo le arrebatan todo lo que podría dar un significado a este personaje, al que no conocemos todavía, y le hace partir de cero.
Un dato. Se come su pelo.
Con esta sencilla premisa nos adentramos en un frío submundo donde todo vale siempre que no sea destacable para la posteridad. Es decir, un tipo sin mayor interés por el mundo se topa con ese muro que le obliga a tomar decisiones y lo hace sin fuelle para que las casualidades dominen su paso y que las elecciones tomadas al vuelo consigan ese efecto llamativo que hace que el color resalte con más potencia.
Este cúmulo de situaciones anecdóticas alimenta un estómago poco resistente, el suyo o el mío, no sé.
Todo comenzó con flores en mi cabeza, una historia con una ruta no deseada antes de elegir un futuro, algo que siempre inspira aunque sea por comparativa. También es cierto que desde esos primeros planos que ponen al chico frente a la cámara empecé a ver a Noah Taylor en He Died With a Felafel in His Hand y el recuerdo siempre supera cualquier expectativa, pero en la película llega el momento en que el perdedor, como todos ellos, debía encontrar un alma gemela para llevar a otro límite la historia. En este caso pasamos de vidas a pelo, y con el pelo, todo puede ser más macabro. Hasta el amor fulminante.
No se sabe si es por la inconstancia del tono o los devaneos de una historia a priori simple, pero nos encontramos ante una rara avis que por más que la plantees en tu cabeza, no puedes ordenar. Provocadora por el vicio que comparten los protagonistas, despreocupada por los artificios que decoran sus existencias pero triste por como afrontan sus debilidades, esta reconquista amorosa reducida a una mínima expresión nos acerca al problema y parece metérnoslo por la boca para que compartamos todos un mismo sabor.
Y cuando digo no se sabe, me refiero a que no sé discernir entre ficción y dolor de estómago, si en el suspiro que pasa la película nos cuentan algo de vital importancia o simplemente utilizan el impacto para jugar con las ovaciones del personal, y puede que en este despiste absoluto ganen por completo, porque al salir del cine te queda una sensación más que un recuerdo, un cosquilleo, un dolorcillo que compartes con los protagonistas, aunque ya no sepas cuales eran sus nombres. Es arriesgado, pero un logro al fin y al cabo que al ver un gato lamiéndose las patas y recordando que su lengua recopila miles de pelos que se convertirán en una bola, venga a tu mente el título de We Are Not Cats. Por lo cinéfilo, en la próxima película de los directores hablamos, que apuntan maneras.
Pe-pe-peluquita debió ser la canción final, ya que estábamos todos de tan buen rollo.