Ardara es el huracán en toda su magnitud. Es el ojo que concentra toda su calma desplegando el caos en su entorno, son las hojas que revolotean a kilómetros, incluso el hombre que se para a mirar las noticias sentado en su sofá en algún país lejano sin inmutarse por las consecuencias.
Porque Ardara es capaz de asimilar cada uno de los prismas de una historia y darles presencia: quien la vive, quien la observa, quien la escucha, quien la imagina a partir de los recortes que se van recopilando con el paso del tiempo… todo lo que se pueda exprimir, tanto Raimon Fransoy como Xavier Puig han sabido darle forma, alejándose de formatos lineales o estructurados, y aún así, consiguiendo un relato clásico que sin importar los derroteros tomados, parten de un inicio y llegan a un fin.
La película sigue la norma recopilatoria, donde se compagina la visión generalizada de unos pocos observadores con la intimidad del individuo, la de tres personas que vamos a conocer durante un viaje hacia su fuero interno, que implica su movimiento físico lejos de lo que se conoce como hogar. Una suerte de reconocimiento personal cuando los protagonistas, en su vida diaria, no son capaces de disfrutar con la cercanía y un poco de distancia les sirve como reencuentro.
Aunque parezca un nuevo intento de generar un revulsivo intimista, Ardara se deja llevar por el cine. En todas sus facetas. Más allá de lo permitido. Todo comienza como una suerte de documental donde mezclar material personal grabado por su primer protagonista con los testimonios de personas que se han cruzado por su camino en los últimos tiempos, pero pronto va formando el diálogo visual, comprometiéndose tanto con lo que quiere contar como con lo que quiere dar a conocer para que el espectador se convierta en cómplice de Macià, y poco a poco también de sus dos amigas inesperadas, Bruna y María.
El concepto metacinéfilo se entromete en la historia con intervenciones que dejan ver los entresijos de esta radiografía de los tres jóvenes, pero es un aspecto formal que sirve para envolver ese conocimiento íntimo e irracional que nos demuestra lo complicado que es verbalizar un estado mental y vital y, al mismo tiempo, lo enriquecedor que es darle forma visualmente para construir intuitivamente tu propia percepción.
Del yo a las habladurías, este es el verdadero huracán revoltoso aunque tremendamente calmo que tiene esa intencionalidad de ejercicio de imágenes que rompe con cualquier linealidad temporal, como un prueba en sí misma para los directores, que busca emocionar creando una gran bola que envuelve la normalidad hasta transformarla en hechos prácticamente épicos.
Esto es cine, y Ardara se compromete con la genialidad del mismo. Se vuelve valiente e intensa por momentos, sin grandes aspavientos, aprovechándose del entorno, de ser el visitante en una vida propia, sin entrometerse en exceso en el saber hacer de los tres principales. No se busca saber una verdad concreta, el interés se expande desde sus imágenes y se disfruta simplemente al prestarse a una evolución baldía. Y sí, Ardara se confirma como una película sensible y atrevida, una historia de historias que sabe disfrutar del tiempo inconcreto. Una película dispuesta a autocompletarse. Un soplo que evoluciona constantemente.