Reconozco que hay tal obsesión por el inagotable ‹revival› de los 80s en el cine de terror actual que a veces olvidamos que las nuevas voces vienen con referencias renovadas. Sí, miran igualmente al pasado, pero uno que se nos antoja demasiado reciente. Julian Richberg refleja distintos puntos de esa historia reciente para crear un trasfondo para el relato de acoso y venganzas que centra su debut Arboretum.
Ese título, que nos lleva a pensar en la naturaleza, en su forma de interactuar como grupo y también en el individuo, da pie a explicar los cimientos y peculiaridades de la película. Con un inicio más propio de Haneke —esa música atronadora que acompaña al pasajero de un coche a través de la naturaleza anunciando futuros ataques de ira y violencia— ya nos anticipa que un ambiente seco y oscuro nos va a acompañar a lo largo del film, pero es sólo una pequeño guiño que demuestra los gustos de un Richberg capaz de hablar del cabreo colectivo sin levantar mucho la voz.
Tenemos a dos jóvenes, Erik y Sebastian, buscando algo más en sus vidas, aunque uno esté más convencido de la idea que otro. A partir de aquí la película navega entre tres antecedentes claros: el pasado de la Alemania dividida por el muro, fruto a su vez de la Alemania nazi; la cultura norteamericana que bombardea los intereses juveniles; la formalidad más clásica del terror ambiental disfrazada de llamada de la naturaleza.
Aunque lo último suene muy interesante, es quizá el apunte menos aprovechado de la película, porque lo que realmente amenaza la estabilidad de su personajes —algo que no se cansa de repetir el director en distintos momentos de la película— es que la violencia incita a más violencia. Bajo el yugo del acoso escolar, vemos a Erik dar bandazos ante los distintos estímulos que recibe: laoscuridad de la naturaleza, la fidelidad de la amistad, la chica punk de la que se enamora. Todo esto nos traslada a su vez a esas referencias antes citadas, donde vemos al Erik oscuro frente a lo que se esconde tras el bosque, el combativo ante las injusticias que le atacan por las etiquetas que marcan su presente o esa especie de Dawson crece que le nace en las escenas en que interacciona con la chica que le gusta —por muy improbable que parezca por el tono de la película—. Sebastian, por contra, se convierte en un punto inflexivo que ata al otro personaje, el joven invisible que va a dar un sentido único a todo y a todos.
Arboretum no se decide por algo concreto. Tiene ese gusto por lo atmosférico —sus juegos de luces que visten a los jóvenes durante el relato de sus planes de “futuro” en la intimidad, las intensas miradas a la profundidad del bosque—, que se contrapone al resto de ideales que quiere plasmar, mucho más cercanos al drama social que al thriller psicológico con tintes terroríficos que prometía en un inicio. Nos habla de la frontera invisible de ese terror nazi que todavía convive en la sociedad alemana —en el recuerdo imborrable de unos, en el descerebramiento cultural de otros—. También del terrorismo individual y colectivo con el que convive el resto del mundo diariamente —esto a través de las noticias que se suceden en radios y televisores como fondo de algunas escenas más calmadas—, mezclando ambas influencias para focalizarlas en un joven que abre sus brazos a lo que todos le gritan: la violencia solo crece, nunca se extingue, y por supuesto jamás servirá de nada combatirla con más violencia.
Curiosa e irregular, apelando a la histeria colectiva, a los dejes Columbine, a las reyertas nazi-punks de pueblo e incluso a las ranas susurrantes, Arboretum llama la atención pero no deja de chocar consigo misma pese a su clarísimo mensaje. Me cortocircuita la mente si voy a los detalles —realmente tiene muchos y algunos de ellos son positivos—, pero quedan totalmente desligados con su idea genérica, mucho más sencilla e intuitiva, que además subraya e ilumina para no dejarnos caer en la tentación de inventar otras posibles conclusiones. Cuidado con el mal: es malo.
Es digna pero a la vez un tanto manida, con un tono sosegado pincelado con una tensión desasosegante que nunca se sabe cuándo va a estallar. Por unos instantes puede gustar y resultar atractiva, pero va directa al cajón del colectivo festivalero y no de aquellas películas que brillarán con el tiempo con luz propia. Eso sí, de algo no hay duda, Julian Richberg todavía tiene mucho que decir.