Nunca he sido un gran admirador del cine documental. Siempre he considerado al cine como un arte que a través de la deformación más o menos abstracta de la realidad cotidiana consigue reconstruir pequeños retazos de vida apoyándose para ello en la ficción. El reflejo cristalino de la realidad documental creo que escapa del lenguaje cinematográfico. Ya existen los telediarios, los reportajes de investigación y los documentales (por tanto separo el término documental del concepto estrictamente cinematográfico) para dar testimonio fiel de los hechos acontecidos en un intervalo de tiempo y espacio determinado. Muy pocos documentales consiguen por tanto cautivarme como lo hacen las películas que siguen los estrictos dictados del cine de ficción, siendo los documentales que más me gustan quizás aquellos que abandonan los paradigmas del reportaje periodístico para abrazar el estilo más puro del cine.
Por este motivo Araya, film ganador del FIPRESCI en el Festival de Cannes de 1959 dirigido por la venezolana Margot Benacerraf (sin duda una de las directoras pioneras del cine venezolano en particular y del latinoamericano en general), es mi película documental favorita. Y remarco el término película porque ante todo Araya es una obra que tanto dialéctica como esquemáticamente sigue los pasos de las obras de ficción, ya que a pesar de que tanto las personas como los acontecimientos retratados a lo largo del film sean retablos de realidad, los mismos son plasmados de forma impostada como si los individuos reales que aparecen y desaparecen ante nuestros ojos fuesen en realidad actores inmersos en una intensa obra de teatro que posan ante nosotros para mostrarnos su dura vida cotidiana y sufrimientos, pero siguiendo las líneas de un guión trazado por Benacerraf.
Es más, no sería descabellado calificar a este precioso film como una cinta neorrealista pura en la que los diálogos son sustituidos por una voz en off que hace las veces de figura del narrador logrando que avance el guión llevado a imágenes por Benacerraf para dar fiel testimonio de las inhumanas condiciones de vida a las que se enfrentan los trabajadores de las desérticas salinas así como los pescadores de la costa de Araya, un lugar hipnótico e inhóspito como pocos que cautivó a Benacerraf tras visualizar unas fascinantes fotos de las pirámides de sal que emergían del suelo desértico de las salinas de Araya en una revista científica.
La poderosa cámara de Benacerraf recorre como un curioso reportero los agrestes parajes de Araya mostrando al espectador la belleza de las solitarias playas venezolanas habitadas por pelícanos hambrientos que se lanzan al mar en plan kamikaze en busca de su alimento diario, así como las yermas planicies carentes de la esencia necesaria para hacer brotar vida de su simiente la cual ha sido fagocitada por el poder destructor de la sal que todo lo devora y también los amenazantes cielos revestidos por tímidas nubes incapaces de lanzar hacia las áridas tierras de la salina su poder regenerador de vida y esperanza.
La directora venezolana se encarga de presentarnos una tierra árida no apta para la supervivencia humana ni para las explotaciones agrícolas o ganaderas. Una tierra en la que solo hay lugar para la desolación, el viento, el sol… y la sal, elemento que en la antigüedad por su poder desinfectante y de conservación era tan valioso como el propio oro y que debido a la abundancia existente de la misma en Araya, transformó a este seco paraje en uno de los principales filones de producción de sal del mundo.
Y allí donde hay dinero y negocio, encontraremos hombres que ofrecen sus brazos a cambio de un mísero salario que les permita subsistir. De este modo Benacerraf fotografía el trabajo diario de los empleados de la salina, hombres y mujeres de caras curtidas por el sol y la sal de ancestrales costumbres primitivas cuya única riqueza es su trabajo y dignidad. Tal como un rutinario ritual que se repite día tras día, mes tras mes, año tras año, observaremos la labor de los afanosos peones de la sal, tanto lavadores que inicialmente se encargan de extraer la sal del suelo como recolectores que cargan como bestias pretéritas cestas de sal como si de una línea de producción humana se trataran.
Unos modernos y magnéticos primeros planos de los salineros nos descubrirán la sumisión de unos trabajadores que con gesto paciente y resignado trabajan de sol a sol con afán sin que el paso del tiempo y la corrosión física que la sal infecta en sus pieles les despiste de sus quehaceres. Los habitantes de Araya sólo cuentan con el mar como huerto procurador de alimento, el cual es recolectado y vendido por los pescadores que moran la Costa. Tras la presentación del paraje y su dualidad sal/mar, Benacerraf se encargará de estampar una historia de vidas cruzadas a través de las peripecias vividas a lo largo de un día por tres familias de salineros y pescadores, relatando las duras condiciones de vida a las que se tienen que enfrentar, no sólo laboralmente, sino sobre todo su intensa lucha por la supervivencia. Así observaremos como las mujeres de los poblados deben acudir a recoger el agua potable que transporta un camión cisterna para repartir entre las familias, los fraternales rituales de pesca desempeñados por los integrantes de la comunidad pesquera, las incipientes artes comerciales desempeñadas por las esposas de los pescadores las cuales venden la mercancía casa por casa a los salineros o la fascinante liturgia del salado del pescado.
Con una mirada reposada y tranquila, a la vez que inspiradora de realidad ficcionada, Araya es una obra de una potencia visual incomparable siendo una pieza fundamental del patrimonio cultural venezolano y mundial al legar para la historia un documento que irradia las costumbres que ostentaban los habitantes de la costa venezolana. A base de mostrar repetidamente los rutinarios quehaceres de los pobladores de Araya, Benacerraf logra conmover el alma del espectador con imágenes ciertamente impactantes repletas de lirismo y poesía que expira modernidad por los cuatro costados apoyándose en una fotografía en blanco y negro de influencia soviética que tanto por la perfección de los encuadres como por el regusto pictórico que desprende evoca a los grandes trabajos mexicanos del genio Gabriel Figueroa.
Araya lanza una inquietante pregunta al final de su metraje. La aparición de unas amenazantes máquinas y excavadoras parecen empezar a sustituir al esforzado trabajo humano devorando la tierra así como la estabilidad rutinaria de los trabajadores que desde hace siglos se han ganado el pan sin la intervención tecnológica. El progreso de nuevo parece liquidar en un instante una ancestral forma de vida y por tanto actúa como eje rompedor del equilibrio del ecosistema que ha sustentado la supervivencia del planeta desde tiempos pretéritos.
La película guarda cierto halo de malditismo, ya que a pesar de alzarse con numerosos galardones internacionales (entre ellos el ya mencionado en Cannes que compartió nada más y nada menos que con Hiroshima, mon amour) fue estrenada en Venezuela pasados dieciocho años de su filmación debido tanto a la pérdida inicial del negativo original de la cinta como a las disputas que enfrascaron a Benacerraf con los distribuidores del film, los cuales metieron la tijera a las tres horas de duración originales para recortarlo a unos sencillos ochenta minutos. Tras su reestreno en cines en 1977 la película se convirtió ipso facto en un clásico instantáneo considerado unánimemente por la crítica como uno de los más bellos films de la historia del cine latino. Sin duda Araya es una película de imprescindible visionado para los amantes del cine realista que desgarra los síntomas del mero documental para asentarse en el del cine puro y duro. Una obra poseedora de un impresionante poder de seducción gracias a su espectacular fotografía de los prehistóricos y crepusculares rituales desempeñados por los indolentes trabajadores de las salinas de Araya que sin la valentía de Benacerraf se hubieran perdido en los abismos del tiempo como lágrimas en la lluvia.
Todo modo de amor al cine.