El reputado documentalista Viktor Kossakovsky realiza el más emotivo y reflexivo documental/espectáculo sobre nuestro planeta y su fauna que he visto desde Koyaanisqatsi (1982). El director ruso se centra, no obstante, en un elemento mas específico, pero no menos trascendente, el agua. Esta es explorada desde su belleza y violencia, y su capacidad de transformación o destrucción.
Unas imágenes filmadas a 96 frames por segundo acaparan toda la pantalla panorámica de la gran sala darsena del festival de Venecia. Sin la posibilidad de imaginar estos planos en otro soporte que en esa pantalla, rápidamente me sumerjo en las profundidades de la ambiciosa producción.
Ante la belleza de lo proyectado no queda más que disfrutar y preguntarse constantemente sobre el poder de la imagen, su utilización y su soporte. ¿Qué es ético? ¿Cómo se debe de filmar un territorio, un elemento así? ¿Se debe recurrir a la experiencia puramente estética en estos casos o debemos estar cerca de la materia? Infinitas preguntas sin respuestas me realizaba durante la proyección. No puedo descifrar la solución, si es que existe, pero sí valorar una obra que opta por la grandilocuencia, el hipnotismo y la perfección estética del agua.
En otras manos, muy probablemente resultaría irritante, pero en las de Kossakovsky las imágenes dialogan con la reflexión tan emocional como medio ambiental. Y con ellas, experimenta la utilización del sonido. La relación entre el ruido y su fotograma, entre la música y el agua. Tres veces estos paisajes (las olas del mar, el hielo o la casacada) son contaminados por la pintura de la acuarela, una música heavy que influencia la imagen de forma diferente que su sonido natural.
Al mas puro estilo de los fuegos artificiales o la fuente de Montjuic, filma una catarata o una ola gigante que parece engullir el patio de butacas.
Pero no todo es desfile o exhibición. En instantes contados Kossakovsky se aproxima a la relación entre el hombre y el agua. Esta como medio y elemento primario para el trabajo y la supervivencia. Durante esos segundos la cámara a veces se acerca a ellos, al mismo tiempo que se aleja gracias a la utilización precisa y bella del dron, la grúa o el coche.
El filme también nos regala una de las transiciones más bellas vistas en este festival. Una transición de espacio. La primera mitad de Aquarela se sitúa en las heladas aguas del lago Baikal en Rusia. Exploramos sus aguas durante una hora hasta transportarnos a otro lugar del mundo, a Miami. La imagen acuática de las patas de un caballo nadando marca el tiempo de viaje de Rusia hacia la ciudad estadounidense. Después salimos de el agua y observamos como el huracán Irma destroza la ciudad. Esta transición es la mayor referencia narrativa para explicar el viaje que Viktor Kossakovsky nos tiene preparados. Sólo debemos estar expectantes y confiados por el poder de la imagen.
Un trabajo correcto y preciso de montaje deja respirar las imágenes, que en ningún momento quedan cubiertas o aplastadas por su ritmo. Opta por la contemplación y la lentitud de ellas, recordando al trance que producían los fotogramas de Drift de Helena Wittman.
Minutos de olas en movimiento, grabadas desde un barco hacen resaltar la importancia del agua en nuestras vidas.