Aprendiz de gigoló (John Turturro)

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Si existe una cualidad estimable en un cineasta —o artista en general—, esa es la versatilidad. La capacidad de un creador para desenvolverse con soltura entre tonos, géneros y registros radicalmente opuestos supone no sólo una virtud digna de admiración, sino también un claro indicador de que, con toda probabilidad, la calidad de su obra resultará ser superior a la media.
El caso de John Turturro ejemplifica a la perfección este modelo de creativo versátil, ya sea en el campo de la interpretación, donde no debemos extrañarnos al verle oscilar entre los grandes filmes de los Coen y la saga Transformers del bueno de Michael Bay; o en el de la dirección, terreno en el que ha sabido cultivar con buena mano géneros tan dispares como el documental, el drama o el musical.

Esta polivalencia, trasciende al actor y director para convertirse en cualidad intrínseca de Aprendiz de gigoló —Fading Gigolo—: una cinta cuya naturaleza reside en los terrenos de la comedia más desternillante, ácida y negruzca, pero que, con una sencillez asombrosa, consigue construir pasajes enternecedores con una ternura y delicadeza que actúan como contrapunto perfecto a la sordidez que propone el planteamiento de la trama. De este modo, un pluriempleado Turturro en las funciones de director, guionista y actor principal, logra moldear una pieza que transporta de la carcajada al suspiro más cómplice, junto a un escudero de la talla de Woody Allen que regala al filme no sólo una interpretación  que evoca sus mejores y más neuróticos momentos frente a la cámara, si no que también impregna sobre el material ese aura tan especial que transpira su etapa neoyorquina como director.

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El empleo de la siempre fascinante Nueva York como marco para narrar la historia de un gigoló primerizo entrado en años, es sólo una pequeña muestra del «gen Allen» del que se alimenta Aprendiz de gigoló. Los ritmos de clarinete que acompañan sus fugaces —por disfrutables— noventa minutos, el compendio de personajes, a cada cual más desquiciado, que puebla el sólido libreto, o la pequeña comunidad judía que Turturro emplea como escenario principal del filme, no hacen más que evidenciar las fuentes de inspiración del cineasta. Esto, lejos de ser un defecto, enriquece notablemente la cinta cuando descubrimos que en muchos aspectos, se encuentra a un nivel de calidad dignamente similar al de muchas de las obras de las que bebe.

Si algo puede esperarse de un filme de estas características es que nos obligue a sonreír, y Aprendiz de gigoló lo hace con una persistencia abrumadora utilizando como una de sus armas principales, a su magnífico reparto. Si ya de por si, la idea de imaginar a Woody Allen dando vida a un proxeneta que se hace llamar «Dan Bongo» y lidiando con clientas de la talla de Sharon Stone o Sofía Vergara resulta, cuanto menos, grotescamente divertido, observarle interactuar con personajes tan estrafalarios como el agente de la patrulla vecinal judía al que da vida un Liev Shreiber insólitamente inspirado es el verdadero reclamo del filme, convirtiendo cada intervención de Allen en el mecanismo perfecto para generar comedia.

Pero es entonces cuando hace acto de presencia Vanessa Paradis, con su apocada y extraña belleza, y su mirada cándida, alejadas de las curvas y voluptuosidades de sus compañeras de reparto, para hacer presente ese contrapunto del que hablaba en un principio. Cuando Turturro y Paradis coinciden en escena, Aprendiz de gigoló olvida su faceta cómica para centrarse en conmover con una suavidad y un mimo totalmente inesperados si atendemos a los primeros compases del filme. La agridulce relación entre ambos personajes es la que enriquece la cinta en su totalidad, alejándola de terrenos pantanosos en los que podría haber caído debido a su temática, y convirtiendo una comedia más en un despliegue de emociones entre lo conmovedor y lo hilarante, pero en todo momento extremadamente placentero.

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