Una de las teorías más peregrinas (por decirlo de alguna manera) que un servidor ha elaborado al respecto del cine de Apichatpong Weerasethakul es la que califica al cineasta tailandés como el maestro del cine zen por excelencia. Una idea basada en algo tan surrealista y aparentemente poco cinematográfico (hablando en positivo por bizarro que parezca) como su capacidad de generar siestas catedralicias en cada una de las proyecciones donde el que suscribe estas palabras ha asistido. Pero tal como apuntábamos, lejos de suponer un hándicap, que el autor genere esta sensación en el espectador no es en absoluto negativo, más bien lo contrario. O dicho de otra manera, lo que el tío Apichat consigue, es salir invariablemente de cada una de sus películas con una sensación de felicidad difícilmente repetible por cualquier otro autor que se precie.
Más allá de dicha consideración (aunque en absoluto desdeñable) Mekong Hotel supone como un pequeño capricho, un entretenimiento del director tailandés donde, eso sí, sigue dando rienda suelta a sus obsesiones temáticas y formales. Una vez más nos encontramos en el terreno de la metaproducción, de la idea del dispositivo desnudo como capa de realidad frente a lo filmado como sustrato ficticio. La idea sin embargo no flota entorno a la confusión entre ambos mundos sino más bien a los sorprendentes puntos de contacto que se establecen entre ellos.
Precisamente se huye exprofeso de la ceremonia de la confusión usando elementos muy contrastados para resaltar así lo sorprendente de la conexión. Para ello lo ficcional se aleja conscientemente del objeto naturalista de la parte “documental” y se centra en ofrecer una historia de género, una (casi) comedia terrorífica de vampiros. Lo que impacta más de todo ello es, por calificarlo de alguna manera, la naturalidad con que el director pone el foco en la acción: no hay diferencias de tono, de paisaje o de contexto. No hay piruetas estilísticas que marcan frontera entre los territorios dibujados. Los contornos pues desaparecen y así la continuidad entre planos, la no desconexión entre cortes crea un mundo donde lo fantasmal y lo real conviven, se solapan y se asumen como un continuum realista.
Lógicamente Apichatpong no renuncia en ningún caso a su estética, a su forma de cine contemplativo, a recrearse en espacios, conversaciones y lugares con planos largos, fijos. Una sistemática que no busca el agotamiento por lo exhaustivo sino que se basa en la idea de reposo, de dejar fluir al espectador en la búsqueda del detalle, de la profundidad o sencillamente de la apreciación de formas sutiles de belleza. Nada más paradigmático de ello que esos 10 últimos minutos de film donde asistimos al fluir del río Mekong. Nada parece ocurrir, y sin embargo el barco que se desplaza horizontalmente, el tronco arrastrado a la deriva, nos habla de la belleza del destino incierto y de la lucha por dominarlo, por racionalizarlo.
En cierto modo Mekong Hotel supone, más que un apéndice, un colofón. Un punto y coma a la trayectoria del cineasta. Quizás este sea un pequeño apunte en la filmografía del director, sobre todo si lo comparamos con obras como, por ejemplo, Mysterious Object at Noon (con la que comparte más de un eje temático y formal). Sin embargo Mekong Hotel sirve como excelente y clarificador pie de página a toda una forma de concepción no solo cinematográfica, sino vital que nos ofrece Weerasethakul. La idea del zen, de la felicidad a través de la tranquilidad, de lo sobrenatural asumido como parte de lo real.