Una cuestión eminentemente ética.
La cuestión que atraviesa Anselm, la grieta sobre la que Wim Wenders levanta cada una de sus imágenes, es eminentemente lingüística: el interrogante que se cierne sobre las formas de representar el horror hunde sus raíces en un posicionamiento ético sobre el que el protagonista de la cinta y el propio director no dejan de reflexionar. Si cada plano de la obra equivale a una palabra de un poema o a una pincelada de un cuadro, si cada forma expresiva carga con el peso de la historia y de todos sus horrores, cómo se puede hablar de ella sin dejar de ofrecer un fiel retrato del dolor que la acompaña; cómo se podía retratar, por ejemplo, los paisajes naturales de Alemania después de la II Guerra Mundial sin olvidar el sufrimiento de las víctimas del holocausto. Adorno sentenció que después de Auschwitz no se podían escribir poemas. Paul Celan contradijo su afirmación publicando libros de versos en los que cada palabra, cada cambio de verso, cada silencio y cada imagen estaba atravesada por el trauma del nazismo. Anselm Kiefer ha levantado toda su obra pictórica partiendo de la premisa de que “no se puede pintar sin más un paisaje que han atravesado los tanques”.
El recorrido que realiza por dichos paisajes y la lectura de los poemas de Celan son los materiales con los que construye el sentido de cada una de sus composiciones. Wenders retrata ese proceso de preparación y reflexión previo a encarar el lienzo en blanco, y lo hace colocando la cámara sobre la apertura desde la que surgen cada uno de sus planteamientos estéticos, sobre la duda que ordena el sentido de la totalidad de su obra: ¿se puede reflexionar sobre la memoria histórica utilizando un lenguaje, unos códigos y unos símbolos que el fascismo absorbió para configurar su iconografía del horror? Kiefer cree que sí, y así lo expresa en más de una ocasión a lo largo de la película: los nazis malinterpretaron y tergiversaron la mitología alemana y la obra de muchos de sus grandes artistas, como Wagner y Holderlin. Por ello, él ha dedicado todos sus esfuerzos en despojar ese lenguaje, esos códigos y esos símbolos de la carga fascista con la que se los relaciona. Otra pregunta: ¿se puede emprender dicha operación de reapropiación, o de vaciamiento, del lenguaje sin que los espectadores lean la obra que la lleva a cabo como una loa al fascismo?
El director de París, Texas cincela cada uno de sus planos sobre la superficie de dichas dudas, utiliza las imágenes para encabalgar dichas preguntas, pero en ningún momento interviene en la narración para darles respuesta. Más bien, opta por diseñar una puesta en escena eminentemente contemplativa, a través de la cual los cuestionamientos que se hace Kiefer encuentren en la pantalla del cine un segundo espacio que habitar. No es una cuestión exclusivamente pictórica, sino, como se ha dicho al principio, lingüística: no es, tampoco, una cuestión únicamente estética, puesto que el motor que la mueve es indudablemente ético. Si bien es cierto que no hay un discurso cerrado que responda a los planteamientos propuestos, esto no quiere decir que no exista un posicionamiento al respecto: el del pintor protagonista, que tiene claro que no hay colores que puedan representar el horror de esos paisajes que han sido atravesados por tanques, y, por ello utiliza sopletes, materiales quemados y metales fundidos para construir su obra, que está en constante búsqueda de nuevas técnicas que le permitan hacer un retrato preciso del dolor y la muerte que causó el nazismo. Es, sin embargo, tarea de los integrantes de la platea responder a todas las preguntas que su obra pone delante de ellos.