El estilo que el guionista Charlie Kaufman ha ido forjando desde que en 2002 debutara en el cine con Cómo ser John Malkovich destaca por aunar lo excesivo con lo sutil. Sin ir más lejos, Anomalisa no es más que el seguimiento de un motivador profesional en su viaje con motivo de una conferencia que le ha sido encargada. Es decir, una sencilla historia de cotidianidad e intimidad. Lo extravagante de la película reside en el hecho de que todo esté presentado con una serie de monigotes animados por stop-motion, dotados por una misma voz siempre masculina e impersonal, salvo la del propio protagonista y la de la joven muchacha que romperá su absorbente rutina. Esta extravagante metáfora contrasta con la naturalidad con que están planteadas la mayoría de las secuencias que conforman la película. Los diálogos, por ejemplo, siempre buscan el realismo y la credibilidad, y las situaciones destacan por su impasibilidad, por no decantarse ni por la comedia ni por la tragedia, sino por un tono mucho más ambiguo.
Este juego de contrastes busca despertar el apartado sensorial del espectador, provocar una sensación de inquietud que éste relacione con las situaciones que ve en la pantalla. Así es cómo Charlie Kaufman nos habla del carácter antinatural, claustrofóbico y autodestructivo que esconde la conducta rutinaria de la sociedad occidental, esta degradación que nace de la acatación de una serie de patrones y convenciones casi robóticas. Y debo admitir que Kaufman consigue despertar la incomodidad y la sensación de desgaste emocional a la que (nos dice) conduce la monotonía del sistema capitalista. Porque además de su aspecto formal, Anomalisa es una película plagada de detalles que evocan a la tesis de su director: el carácter impersonal de los dependientes del hotel en el que se aloja Michael Stone, el banal y ególatra discurso con que un taxista sermonea a dicho personaje, la falta de sintonía que puede apreciarse entre Stone i su familia cuando este la llama una vez alojado en el hotel… Además, todo lo dicho está plasmado de una forma natural y creíble, para nada impostada ni mucho menos exagerada.
Y probablemente sea esta naturalidad la que evidencie las salidas de tono que a menudo sacuden el (por otra parte sólido) trabajo de Charlie Kaufman. Porque a pesar de lo atractivo del juego de contrastes y de su indudable funcionalidad, hay ciertos momentos en que este no puede evitar la evidencia de su innecesariedad. Me explico. Dotar de la misma voz a todos los personajes logra provocar una fuerte incomodidad en el espectador, como también la sensación de sosiego cuando la voz de Jenifer Jason Leight sale de los labios de Lisa. Pero al mismo tiempo, esta insistencia en evidenciar la tesis choca con la espontaneidad y naturalidad de la película. De modo que el mensaje queda claro, pero con él se pierde la transparencia de lo que vemos (y este es precisamente el principal atractivo de la propuesta). Porque en realidad todo lo que Charlie Kaufman quiere decirnos ya está en la película: en sus brillantes diálogos, en la impenetrable expresión de su protagonista, en la gran ternura que desprenden las escenas íntimas, y en la preciosa secuencia en que Lisa y Michael se van desnudando mutuamente, torpe y cariñosamente, enamorándose el uno de las imperfecciones del otro.