La lateralidad de un íntimo apocalipsis
Cuando uno lee la sinopsis de Animals, piensa inevitablemente en la palabra oportunismo. Si tomamos como base que la película habla de la relación entre un muñeco de peluche y un adolescente, la relación con Ted (Seth MacFarlane, 2012) es más que inevitable.
Más allá de este punto de similitud ya hay algo que es claramente diferenciado, pues si en Ted estábamos en el territorio Síndrome de Peter Pan aquí estamos justo en campo contrario. No se trata del miedo a crecer, Animals habla entre otras muchas cosas de la lentitud y lo duro que resulta precisamente este proceso de crecimiento, de las ganas que uno tiene de huir de ese mundo donde sigues siendo un niño dependiente (aún siendo adolescente) de un adulto, sea padre, hermano y/o profesor. Una relación que siempre se vive en esa losa ficticia que es el ‹background› que te impone el adulto en base a su experiencia vivida. Es por eso mismo que el escapismo ficcional a través de un muñeco no deja de ser un reflejo casi de cordura absoluta. No es más que el contrapunto en el espejo. Hay ficciones que me atan, así que busco una ficción que me libere.
No obstante hay mucho más en el film del debutante Marçal Forés. Una pulsión apocalíptica constante en sus ambientes fríos y desubicados, sus situaciones en las que los placeres adolescentes acaban siempre en pozos de negrura, su deslocalización emocional. Toda una gama de ambivalencias que entroncan con una sensación de irrealidad fuera de campo que otorga una pátina de extrañamiento y confusión que hace que Animals esté más emparentada con una película como Donnie Darko (Richard Kelly, 2001) que con la anteriormente citada Ted. Todo ello ayuda a crear una atmósfera que, aunque adecuada estética y argumentalmente, acaba a veces jugando en contra de los propósitos de la película.
Precisamente en esta ambición por acumular sensaciones, y amalgamar géneros (desde el ‹low sci-fi› hasta el drama adolescente) se produce una dispersión que por momentos puede llegar a agotar al espectador, al no saber dónde centrar su mirada. La mejor opción ante un film como este es quizás no intentar desentrañar su significado último ni tratar de catalogarla o etiquetarla en un sitio cinematográfico concreto, sino centrarse en sentir, en paladear toda la gama de sabores que nos ofrece.
Animals resulta finalmente una película de aquellas que crecen en el interior de la persona a posteriori de su visionado. Resulta difícil definir los cómos, dóndes y porqués de sus múltiples encantos. Es ahí donde el film consigue algo tan difícil como capturar la magia y perdurar en el imaginario individual a través del poder de sus imágenes, porque puede que uno no recuerde un diálogo especialmente trascendente, pero hay planos lo suficientemente poderosos como para martillear las consciencias una y otra vez.